Eduardo Bol Pereira, Caracas, 25 de marzo de 1988.
El escudriñamiento de su cerebro, sus vericuetos, sus intestinos y todo lo que sea capaz de imaginar, son la materia prima de la pintura de Bol, no presenta un orden ni una sola orientación, más bien anda como perdido; de allí que el lenguaje de lo que pinta sea amplio y abierto en distintas direcciones, upa. Sin embargo, siempre desemboca en un mismo sendero: un amplio mundo que termina por conjurarse en una tierra mítica, espiritual y surreal. Un mundo lleno de sueños y alucinaciones. Es un viaje astral tratando de expresarse en un espacio bidimensional que puja por salir y tomar los elementos. Son pinturas íntimas y a la vez excéntricas que se ubican entre los límites de la magia y lo ancestral, cobrando vida y cobrando cheques.
Los mensajes ocultos, los códices y la búsqueda de algún trasfondo filosófico no son sino una presunción intelectual, baratijas dogmáticas, para intentar esquivar el reto. Es una respuesta a la necesidad instintiva de comprender el estímulo; de sentirse en control. Y luego del forcejeo, del tejemaneje, la obra no cede ni un ápice de su terreno.
Realmente no se podría esclarecer estas obras, ya que no buscan darte con una respuesta ni mostrarte algún secreto acertijado, ya el secreto está, y viven entre las búsquedas y los encuentros, y aún cuando creas encontrar con certeza una explicación a estos mundos, no, olvídalo, verás que surgen más y más preguntas, pues en ellas nunca verás un resultado. Aquí la meta no es llegar, sino paralizar y traspasar.
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