UNA MANO LAVA A LA OTRA Y LAS DOS LAVAN LA CARA: A PARTIR DE LA OBRA RECIENTE DE FLORENCIA ALVARADO.
Pedro Marrero @torojones_
El sapo es un animal muy supersticioso, cree que la influencia solar le convierte en gnomo y que el contacto labial hace contagiosa la condición humana. Como espectador-sapo, busco relaciones, constelaciones.
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A mi abuela Hilda y a Poncio Pilato.
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Sinécdoque: Designación de una cosa con el nombre de otra, de manera similar a la metonimia, aplicando a un todo el nombre de sus partes, o viceversa, a un género el de una especie, o al contrario, a una cosa el de la materia de que está formada, etc., como en ‘cien cabezas’ por cien reses, en ‘los mortales’ por los seres humanos, en ‘el acero’ por la espada, etc.
Real Academia Española.
En épocas en las que las lavamos con insistencia, dejémonos pensar a las manos. Son lo que nos separa de los animales. Las manos, capaces de asir la nada.
Nada nos separa de los animales.
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[PRE-TEXTO]
Apenas supe que se había muerto mi abuela, tuve el impulso de empezar a traer los recuerdos que tengo de ella hacia mí. Hacia mi existencia, hacia mi vida. Hacia mi cuerpo, como un niño procurándose el botín después del desollamiento de una piñata. Botín de entrañas, de recuerdos de las más tiernas edades. Dale, dale, dale a la piñata. Las manos enarbolan el instrumento que extrae el maná de la cornucopia de cartón, papel y grapas.
Acostado en mi cama, inerte bajo el peso de la noticia, imaginaba que traía hacia mí, con mis brazos, todos los recuerdos que tengo con mi abuela. Una de las primeras imágenes-sensaciones que me llegó fue la de sus manos. Delicadas, suaves, lisas. Lo que más me gustaba era la piel que se iba a esconder bajo las uñas, era la más emocionante para el tacto, se arrugaba hacia la frontera con las uñas, que a mi abuela le gustaba tener largas. El revés de su mano tenía tantas pecas que se habían convertido en una sola mancha ligeramente más oscura que el resto de su piel, especialmente delgada en esa área. Podías estirarle la piel con los dedos y ver luz a través. Luego la piel se tardaba un rato en volver a su sitio, como una ola lenta que retrocede con discreción para evitar, inútilmente, repetirse contra la orilla seca del planeta.
Desde ese día no he dejado de pensar en las manos de mi abuela. Y cuando puse ese pensamiento a descansar, los sueños y el arte me hicieron sublimar ese recuerdo íntimo en la mano a través de la historia humana, o, más específicamente, la historia de las imágenes. Sin pretensiones abarcadoras, hice una colección de apariciones de la mano en momentos de la cultura visual, hasta que la subjetividad me precipitó a las manos de Florencia Alvarado.
A Florencia la conozco desde que los dos apenas salíamos de la adolescencia (según la cédula y la biología) y desde que recuerdo elogié sus manos, que siempre me fascinaron. Poco antes de escribir esto soñé con una amiga en común con Florencia, cuyas manos también me resultan especialmente protagónicas, y contándole el sueño a Leo, empecé a hacer asociaciones que terminaron conmigo perdido en un ensueño sobre las manos de Florencia. Circularmente, como se me volvió a hacer evidente hace poco, Florencia, que hoy hace su obra fotográfica allá en NYC, ha desarrollado con los años una veta alrededor de las manos, y así lo percibo revisando la muestra de su trabajo compartida en sus redes sociales, especialmente a partir su tercera exposición individual “Time After Time“, que tuvo lugar primero en el Museo de Arte Contemporáneo del Zulia, en Maracaibo, en 2016 y luego en la Hacienda La Trinidad, en Caracas, en 2017, justo antes de que Florencia emigrara por segunda vez de Venezuela (la primera vez, vivió cinco años en Buenos Aires).
“Time After Time” parecía un intento de reconstruir la arquitectura caprichosa de la memoria, de una jerarquía incomprensible para el sentido común, que tan poco tiene en común con la subjetividad. La exposición, especialmente como fue montada en la casa colonial de la hacienda, semejaba un edificio cuyos hitos eran los confines, los márgenes, los reveses, las muescas, orgánicas e inorgánicas, de las vidas individuales, de la belleza melancólica de nuestra finitud. Las espaldas de los portarretratos; las fotografías familiares archivadas de manera cotidiana e informal, como barajas; las cabelleras blancas; y las manos, prolongaciones del cuerpo, emisarias del espíritu, vehículo con el que recorremos la superficie del mundo.
Escribe Natasha Tiniacos en el poliédrico texto de sala que acompañó a la exposición:
“Resulta inevitable preguntarse por la identidad de los sujetos en las fotos. Es una experiencia similar a la de entrar en una casa y detenerse frente a los portarretratos con caras que no logramos reconocer. La estética difusa revela que la foto es una concavidad que espera la versión de nuestra propia historia: la persona que amamos, nuestras pérdidas, los lugares adonde fuimos. Así nuestros ojos están al acecho de la memoria. El pliego del retrato sin rostro defiende su tensión contenida y como toda tensión contenida, es una trampa. La foto familiar es una historia universal donde suenan todos los nombres propios.”
Son las manos las que con su constante roce y manipulación insuflan vida a las cosas, esparciendo el alma sobre las cosas, que le sirven de soporte y prolongación. Lo que tienen en común las almas y el virus. Solo que la memoria no siempre se disuelve en un buen lavado de manos.
Las manos se involucran con las cosas y las involucran, no permitiéndoles ser solamente testigos de nuestro épico desvanecimiento. Tampoco se los permite el tiempo, la permanencia. Las cosas también sufren apegos.
Fotos de fotos de manos de ancianos anónimos que, si acaso, devuelven una mirada borrosa, desenfocada. Arquetipos de papel. Y nosotros los sobrevivimos en la piel. En el cuerpo. En la carne. Sobrevivir es morir. Morir de viejos, la última gracia.
Los márgenes de la vida están al alcance de la mano. La mano los toca, los acaricia o los araña con sus uñas. Siempre es en vano. Todos morimos en las cabezas ajenas. Solo ahí.
“Un sujeto que posiblemente muera de vejez tendrá la muerte más inusual. Morir de vejez es una muerte rara, singular y extraordinaria, y, por tanto, menos natural que las demás. Es la última y extrema manera de morir: cuanto más alejada está de nosotros, tanto menos podemos esperarla. La naturaleza ha prescrito la imposibilidad de colmarla,” añade Michel de Montaigne, certeramente citado por Tiniacos en su tríptico para “Time After Time”.
Buscar imágenes específicas en Instagram significa casi siempre retroceder en un parsimonioso viaje en el tiempo (especialmente con la conectividad venezolana), y volver sobre los pasos de Florencia registrados en su feed supuso también un viaje de regreso en el espacio, haciendo el camino inverso desde Nueva York hasta Venezuela. En el camino, no pude evitar cosechar todas las apariciones estelares de las manos en su obra más reciente. Es, supongo, mi invitación, ya no secreta, emprender una trayectoria similar cuyo mapa de ruta es el texto poético que sigue. Sería interminable escribir sobre las manos sin un contenedor, y las manos inquietas y exploradoras de Florencia en su condición de mujer queer, artista e inmigrante latinoamericana en los Estados Unidos, desde que se estableció en la ciudad adorada por Sinatra, me dieron las coordenadas para que el caos de mi subjetividad pudiera componer una constelación. Las manos fotografiadas por Florencia en los últimos tres años definieron el movimiento de contracción que equilibraría el movimiento de expansión producto de la irresistible atracción que ciertas imágenes de la cultura visual at large ejercen sobre mí.
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[TEXTO]
Nos vamos a las manos.
-¡Acción!
Las manos nunca no dicen nada.
La triple negación.
Las manos nunca duermen.
Reposan en el mármol,
en los almohadones,
en el tórax, funerarias,
dignas y solemnes.
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No soy fotógrafo como Stieglitz.
No dibujo manos sino anémonas atrofiadas.
Yo misma.
Yo entera.
Soy una anémona atrofiada.
Seca.
Muerta.
O dormida.
Dama de noche.
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La mano un contenedor, una herramienta precisa que sofoca a la nuez hasta que da el ser. La nuez se abre, dada, y solo la contiene la palma donde yace. La mano un lecho.
La mano un dispositivo museográfico, la mano un mostrador, un pedestal, una tarima. La mano una pantalla. La mano un lienzo, una hoja de papel, un sinfín.
La mano un altar para la fruta en su pubertad.
La mano una escala, una escuadra. El cálculo de las proporciones.
La mano la más orgullosa de los miembros, elevando nuestras hazañas hacia el sol, presentándoselas.
La mano bóveda de los tesoros desenterrados.
La mano la primera de nuestros espejos y embajadores. La pionera, la exploradora. La que señala y nombra.
La mano, testigo confiable, ávida de confesión.
La mano first responder del pudor y la lujuria. La mano telón, semáforo, termómetro de nuestros rechazos y deseos.
La mano el tercer ojo, o el único ojo del Cíclope. La mano el lente vacío de la infinita posibilidad. La mano clarividente. La mano el discernimiento.
La mano la fortaleza, que muerde y se cierra como una almeja, como un mazo.
La mano la hoguera de la chispa de la vida. La mano la que palpa nuestros signos vitales.
La mano la desertora de las estatuas antiguas.
La mano, junto a otra mano, devoción.
La mano, que se vuelve sobre nosotros mismos como una extraña, instrumento para extrañarnos y reconocernos.
La mano racimo de dedos, disparos del cuerpo en todas las direcciones.
La mano, elocuente. Signo inagotable. Alfabeto.
La mano, generosa en huellas. Códice del cuerpo.
La mano talismán inequívoco de la especie.
La mano estructura dramática de cinco episodios. Apéndices que apuntan al clímax.
La mano, órgano vestigial, marca de familia de los árboles y sus frutos.
La mano, recreadora del otro en la caricia.
La mano, punta del iceberg que somos.
La mano, que puede ser piedra, papel o tijera.
La mano hacedora, creadora, paridora. Traductora de los adentros. Interfaz.
La mano el velo y la celosía.
La mano, vanguardia de lo erótico.
La mano para saludar, asir, traer. Apretar el cuerpo ajeno.
La mano, que empuña el arma y el consuelo.
La mano que indaga, desviste y descubre.
La mano que acuna el sonido esquivo, que ampara el secreto en su desembarco.
La mano, que levanta tiendas y velas en la soledad.
La mano que se reúne con otras en el abrevadero y desemboca. La mano que sigue el rastro de otras manos sin tener consciencia de ello.
La mano que transforma el rostro en mueca, en máscara imposible.
La mano, delta de las venas y arterias, aeropuerto hacia los cinco continentes. La muñeca el vientre, el cuello, la yugular, el parto de la palma abierta. La mano genital proteico, fértil, multiplicador.
La mano bajo el hielo y sobre el corazón. Techo del corazón agitado.
La mano que guarda y mide el tiempo que nos queda.
La mano que nos mece desde la cuna hasta la tumba, desde una abertura a otra.
La mano incrédula que entra en la llaga como una llave y la abre. Genital nacido de una lanza en el costado.
La mano, que lava a la otra y se desentiende de toda amenaza, de toda culpa, de toda responsabilidad.
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IMÁGENES