El Cazador de Venados
Antolina Martell
–Niña coma rápido, no se distraiga tanto. Esta vez, la voz de mamá sonaba a regalo. Sabía que hoy iba a pasar algo distinto, ayer papá estuvo preparando los cartuchos de la escopeta morocha.
Ayer, después de retirar la cena y el mantel de la mesa del comedor, mis hermanos ayudaron a papá a prepararse para la cacería de venados, sobre la mesa colocaron algunos potes, trapos y aceites. Yo me senté a verlos trabajar. Papá tenía en la mano un palito redondeado hecho a navaja por el mismo, por un lado era más delgado que por el otro, entraba muy bien y no era más largo que la altura del cartucho, lo utilizaba para apretar las peloticas, unas eran más chiquitas que otras, negras, sin brillo, olían como cuando cae la lluvia, también vi como derretían la vela para sellar a las peloticas que podían salir rodando sobre la mesa, pero antes de meter las peloticas dentro, él sacaba con un clavo largo y grueso, del centro del cartucho, un botoncito dorado, ya estaba algo sucio.
– Fulminante, éste es el que hace la chispa. El que hace pasar la candela cuando una especie de dedo engarrotado de la escopeta lo martillaba fuerte y rápido. Esta parte de sacar el fulminante usado y de limpiar cada cartucho lo hacían los muchachos junto con él, pero, colocar el nuevo clavito dorado lo hacía papá, decía que era peligroso. Lo demás, limpiar el cañón de la escopeta y aceitarla, para luego secarla, nos tocaba una parte a cada uno. Mis hermanos eran mayores que yo, ya disparaban la escopeta.
– Mi hermanita va de cacería, Eso! Eso! Me gustan sus pellizcos en la mejilla. El desayuno había terminado y mis hermanos se despidieron para ir al liceo. Víctor me dio un beso y me prestó su china, papá me daba el último de los bocados con su mano, era su manera de consentirme.
– Quién va a preparar a la hija para que me acompañe a pasar la rastra por Panecillo, que ya la semana que viene voy a sembrar la caña. A ella le gusta pasear en el tractor y se porta muy bien. Solo será un rato, porque el sol de marzo es engañoso y aunque está nublado, quema. Mi mamá me manda a vestir con mi hermana Denise, ella sonríe y yo la imito, cuando ella está conmigo me siento bien, cuando peina mis crespos lo hace sin jalarlos. Me coloca una braga roja igual al rojo del tractor y una camisa blanca, la de papá es marrón; una pavita para taparme del sol, papá lleva su sombrero de paja para trabajar; el de “pelo de guama”, fue un regalo del tío Elías, es para cuando viste de “liqui liqui”.
Los fuertes brazos de papá me subieron de un tirón sobre sus piernas, me agarré del volante y desde la casa salimos poco a poco, con la rastra en alto, hacia los pastizales crecidos por donde se ve una montaña bien bonita.
–Ese cerro de allá, se llama Bella Vista. Mis pies no alcanzaban los pedales pero si podía llevar el volante y mantenerlo derecho, para darle vuelta recibía ayuda. Su escopeta la llevaba sobre la espalda y el bolso de cuero duro hacia un costado; allí guardaba las conchas preparadas para disparar, dentro de su bolsillo le coloqué la china de mi hermano, porque en los bolsillos de mi braga guardé muchas semillas de maco, para dispararlas.
– Cuando yo era como tus hermanos ya cazaba venados por estos lados. Fíjate, a lo lejos, si se mueve el pasto como si caminara el aire por dentro es muy probable que esté un venado escondido, no se puede disparar a lo loco, se debe apuntar sabiendo lo que se mueve. Iba yo atenta al menor movimiento del monte, me gustaría gritar ¡allí está uno! Eso de pasar la rastra, papá lo hacía divertido al hacerme adivinanzas, las respuestas las encontraba a la vista, eran fáciles. Me emocionaba pensar, que tal vez los venados esperaban vernos de espaldas para ellos avanzar y comer ramitas sin ser vistos, por eso yo volteaba con cuidadito. Mi papá me da guarapo de caña, sabroso, dulce. Juan lo había sacado esta mañana, me despertó temprano el traqueteo del trapiche. Veo a la rastra masticar el monte una y otra vez, ya los terrones negros brotan en forma de lomos para sembrar la caña.
–Con el rocío basta, así entre la lluvia tarde, la caña pega. Al doblar el tractor abracé a papá para ocultar mis ojos del reflejo del sol que apareció y convirtió a la montaña en amarilla. Entreabrí los ojos y los vi.
-¡Mira papá salieron los venados! Están al final, cerca de la montaña, ¡tienen muchos cachos! Mi papá frenó y bajo al mínimo el ruido del motor, tomo la escopeta, la cargó con dos cartuchos y la colocó en su hombro, picó un ojo apuntando hacia allí y tiró del gatillo. El ¡bum! Se fue lejos y sentí espanto. Una nube tapó el sol y la montaña se volvió oscura. Papá puso en marcha el tractor mientras sonreía. Él, siempre sonreía. Regresamos a casa por el cortafuego, las palomitas salieron volando. Papá apagó totalmente el tractor, para que con la china lanzara mis macos.
-Toma, cárgala con una semilla, estira la goma y ¡pégale a una! Ellas vieron caer las semillas y por un momento han debido pensar como yo en carnaval, al caer los caramelos de las carrozas. Luego se abalanzaron sobre el tractor que se encontraba salpicado de las briznas del pasto. Hasta en nuestros sombreros buscaban piando ávidas por recoger semillitas de alpiste. Lancé gritos de alegría. De regreso a la hacienda cantamos nuestra historia:
-En el pueblo de Cumanacoa
-Había una casa,
–En la casa vivía una familia,
– En la familia había un cazador,
– El cazador tenía una escopeta,
-La escopeta disparó un tiro,
– El bum espantó a los venados,
– Los venados se reían
– ja ja ja.
-En el pueblo de Cumanacoa
–Había una hacienda florida
-En la Florida había una niña
–La niña tenía una china
-La china lanzaba pepas de maco
-¡Ja j a ja!
-Las palomitas… ¿se las comían?
–ja j aja ja
-Ja j aja
– ¡Llegaaaaron! Señor Toño, escuchamos el disparo.
- Juan, organiza un grupo de hombres, baja la rastra del tractor y coloca la zorra en su lugar, vamos a buscar a un venado, que estoy seguro le coloqué un guáimaro en la frente. Los vi partir de prisa.
- ¡Regresaaaaron! Mamá me atrapó en plena carrera hacia a entrada, pero logré ver como cargaban un venado grande entre varios. Al otro, uno pequeño, Juan le quitaba las cabuyas que lo amarraban.
Así llegó Venancio a casa.