Los historiadores de Venezuela enfrentan un problema de gran magnitud al intentar explicar el por qué ocurrieron algunos de los acontecimientos cruciales en el de devenir del país en la transición de entre los ss. XX y XXI.
Entre ellos aprecio dos particularmente enigmáticos: ¿Por qué Chávez entregó nuestro país a Cuba? Y el otro: ¿Por qué Chávez designó a Maduro como su sucesor?
El primero de los enigmas históricos citados es bien jodido y al intentar su explicación es necesario tomar en cuenta marcos de referencia que van desde el Psicoanálisis, en sus tesis de la ansiedad por la figura paterna y las pulsiones de la líbido, hasta teorías de conspiración de largo alcance. Considérese que es ─léase bien─ el único caso en la Historia en el que un país que no obstante la corrupción de sus gobiernos, era próspero, independiente y dotado de recursos, visto en el mundo como ejemplo de democracia y de las economías emergentes, se entrega como colonia en bandeja de plata, por voluntad de su mandatario et alii, a otro sometido a una dictadura, depauperado y fracasado como proyecto político.
El “Enigma Maduro” radica en que nadie entiende por qué, habiendo en su entorno personas considerablemente más aptas para gobernar, el designado a dedo por el monócrata haya sido ese sujeto, un civil sin méritos de ninguna índole, ni intelectuales ni políticos ni revolucionarios; se ha señalado reiteradamente que Maduro no estuvo involucrado en la conjura del Movimiento Bolivariano Revolucionario 200, ni el juramento del Samán de Güere, ni combatió para usurpar el poder el 4 de febrero de 1992.
Este enigma ha tratado de ser explicado a partir de varias hipótesis. Una toma como marco de referencias el conocimiento eróticosexológico, y destaca, como energía que activó el acontecimiento, un vínculo afectivo intenso entre los personajes involucrados.
Otra recurre al saber sociopsicológico y sugiere que la designación de Maduro es una consecuencia del miedo. Chávez, sabiéndose en fase terminal, tenía la urgencia de dejar el proyecto político dictado por Castro en manos de aquel que le fuera fiel en alma, vida y corazón, y creyera en él con la fe simple del carbonero; temía que al distanciarse del mando a causa de su enfermedad diera lugar a una manipulación de Cabello, más artero, ávido de poder y astuto, destinada a dejarlo fuera de Venezuela; algo semejante a la de Gómez respecto a Cipriano Castro de épocas pasadas. Por otra parte, Diosdado Cabello disponía de argumentos legales para exigir el mando, por cuanto constitucionalmente corresponde al Presidente de la Asamblea Nacional asumir la Presidencia de la República en caso de ausencia absoluta de este funcionario; sin embargo, no contaba con la confianza del idolatrado líder; de aquí que el Tribunal Supremo de Justicia declarara “legítima” la in digitus moustrant.
Una tercera suposición, fundamentada en la Historia, es la que podría determinarse hipótesis “del cojo, tartamudo y bobo de los Castro”. Es indispensable darle un vistazo a la Historia Universal a propósito de explicar la extravagante denominación.
En 41 dC, ocurre el asesinato de Calígula, resultado de una conspiración de nobles civiles y jefes militares de la Guardia Pretoriana, hartos de las atrocidades de ese loco y desesperados por su pésimo gobierno, que dio lugar una hambruna en el imperio. El mismo día del magnicidio los jefes de la Guardia Pretoriana, por el mismo procedimiento de “señalado a dedo” designan emperador a Claudio; con lo cual traicionan a sus cómplices civiles, que a partir de la muerte de Calígula aspiraban restaurar el sistema republicano.
¿Por qué la maniobra de llevar al poder a ese personaje, existiendo en Roma otros de muchas más luces? En efecto, Tiberio Claudio Druso (10 aC-54 dC) era un individuo distanciado de la vida pública, dedicado tareas intelectuales y marcado por taras psicofísicas: era tartamudo, epiléptico y cojo; lo suponían bobo. Precisamente a tales insuficiencias responde la acción de la jefatura pretoriana; gracias a las mismas lo suponen manipulable: sería un emperador títere de ellos. Además, la designación de Claudio le daba visos de legalidad a su acción, permitiéndoles conservar lo que en el lenguaje moderno llamaríamos el “hilo constitucional”, por cuanto el hombre, tío de Calígula, era el único representante vivo de la dinastía gobernante, la familia Julia.
No es necesario hacer un esfuerzo mental sobrehumano para imaginar a Fidel Castro diciéndole a Chávez, ya al borde del sepulcro: “Mira, tú, muchacho, te nos vas a morir; ¡por un pelín no eres ya cadáver! Deja en el poder a uno que no se nos vaya a alebrestar, a uno que no se nos ponga a inventar que quiere gobernar y discuta nuestras instrucciones; a uno bobo y mansito. ¡Maduro es el hombre, él come de mi mano! ¡Acuérdate que lo indoctrinamos bien aquí en La Habana! ¡Hacemos tris y baila como un mono!”
Pero, así como hay probable similitud entre este caso y el ocurrido hará cosa de dos milenios atrás, también apreciamos diferencias.
Claudio no era ningún tonto, sólo lo parecía por sus taras. Su más notable error fue hacerle caso a su esposa, Agripina, en lo de designar como sucesor a Nerón, hijo de esta mujer en un matrimonio anterior. Conseguido el objetivo, Agripina lo envenenó y abrió el camino de su vástago al trono… para la mayor desgracia propia y del Imperio Romano. Por lo demás, su período fue sensato y próspero. Una vez en el poder logró alianzas inteligentes que lo afincaron en el trono; se distanció del absolutismo de los emperadores y se apoyó en el senado, confiriéndole la importancia y respeto que le habían sido negados por su predecesor; extendió el imperio hasta Britania, perfeccionó la administración del Estado y se guió por el principio de la capacidad en el nombramiento de cargos públicos. Los historiadores coinciden en calificar el suyo, en el marco de la época, como un buen gobierno.
¿Verdad que no podemos decir lo mismo de la decisión castrochavista?