(ANTES DEL) MIEDO Y (EL) ASCO EN CARACAS: EL ÚLTIMO CARNAVAL
Pedro Marrero @torojones_
El sapo es un animal muy supersticioso, cree que la influencia solar le convierte en gnomo y que el contacto labial hace contagiosa la condición humana. Como espectador-sapo, busco relaciones, constelaciones.
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A Max Von Sydow, quien rindió su último aliento en un ajedrez de casi un siglo con la muerte el 8 de marzo de 2020.
–
“Ay señor juez
yo le digo la verdad
que se ha ido el carnaval
y no sé cuándo vendrá.”
– Balbino García, Carmen la que contaba 16 años.
El carnaval ha sido casi totalmente domesticado por las sucesivas autoridades y anclado a una fecha en el calendario, y aunque siempre ha tenido una ambigua relación con la celebración católica de la Semana Santa, precediendo a la austera cuaresma, en 2020 nadie se imaginaba que en medio de nuestro delirio festivo, estábamos asistiendo a la antesala del fin de los tiempos. Así nos preparábamos sin saberlo para la llegada del virus y su cuarentena.
[Captura de “El Séptimo Sello”. Ingmar Bergman, 1957.]
Lo que sigue es el recuento alucinado de un carnaval estrellado, expandido en el tiempo y en el espacio, abierto como un acorde o como las patas de una araña de Louise Bourgeois posada sobre ciertos puntos de Caracas, edificando una zona temporalmente autónoma que, vista bajo la lupa del pensador ruso Mijail Bajtin en “Rabelais y su Mundo”, sugiero reconocer como una manifestación del espíritu primigenio de las fiestas carnestolendas.
22F
“Es preciso estar atento y fuerte, no tenemos tiempo de temer la muerte.”
Repetir esa frase (una traducción de la canción de Gal Costa “Divinho, Maravilhoso” tal y como aparece en la película “Viento del Este”(1970) en la voz del cineasta Glauber Rocha ) una y otra vez con los brazos en cruz y el pecho abierto y desnudo fue la intervención con la que el actor Rafael Jiménez cerró la proyección-performance “Residuos Visuales” en la sala Celarg 3 aquel 22 de febrero.
Encendidas las luces, como si cayera un telón encandilador, todos salimos al pequeño espacio junto a la taquilla a tomar cocuy como náufragos, lo que rápidamente elevó los espíritus y alebrestó los cuerpos.
Expulsados del edificio, por unos minutos abarrotamos las escaleras frontales del Celarg mientras decidíamos adónde ir a quemar los excesos de energía que nos dejó la experiencia en sala. No hubo quórum ni presupuesto para ir a la Casita Azul, así que terminamos en el apartamento del artista audiovisual y músico Ezequiel Pizzani, uno de los ejecutantes de “Residuos Visuales”, donde seguimos escuchándonos, inspirándonos y conociéndonos.
[Anahís Monges e Inés Pérez Wilke en “Residuos Visuales”. Foto: Sain-Ma Rada]
Yo era el nuevo de la partida, y no sabía cuánto habría de compartir con personajes como Adrián Arias Pomontty – el Guachimán de la movida subterránea desde su centro de operaciones en La Pastora-, Job Tajha y Keban Frías, asiduos agitadores de la forma, la palabra y el sonido, en la Caracas of future past.
La responsable de haberme inmiscuido en ese enjambre fue la mujer orquesta que es Anahís Monges, prestada de la Luna en una prolongada residencia artística en la Tierra, la Ariadna de este laberinto ahora desalojado y tomado por las cabras y los perros callejeros cuando la humanidad se muestra más caracola que nunca mientras soplan aires virulentos. Claro que, en ese entonces, no sabíamos que el apocalipsis estaba cercano a entrar en efecto, y Caracas todavía tenía preparada una comparsa de clausura que nos haría extrañarla con las uñas y los dientes una vez en el insilio.
[Anah Moon. Foto: Anahís Monges.]
28F: LA NOCHE BOCA ARRIBA (SOMOS ASÍ)
Antes de la calma final, el descanso de los justos e injustos, viene la tormenta, y la ciudad la recibió en forma de su hija pródiga, la artista, poeta y animal salvaje Blanca Haddad, a quién necesariamente he apodado “El Huracán Blanca”.
La primera aparición pública de Blanca en esta estadía, que se ha prolongado forzosamente desde que los países se han atrincherado, ocurriría en el marco del evento itinerante “La Noche Boca Arriba”, producido por el colectivo escénico Amaká, bajo la dirección de Marcela Lunar, en su edición “Somos así”, la gota que rebasó el vaso de la Casita Azul aquel 28 de febrero de este año bisiesto y calamitoso.
[Volante de “La Noche Boca Arriba”, a partir de una pintura de Blanca Haddad.]
Aquello fue una olla de presión que me dejó en la calle, un amasijo humano como no sabremos cuándo volveremos a ver sin un estremecimiento de terror, una jornada particular y definitoria, danza macabra inadvertida.
Después de que danza, poesía, música, performance, pintura e instalación, convirtieran nuevamente a la Casita Azul en templo y oráculo, conocí formal y personalmente a Blanca y comenzamos un pasodoble de risa rabelaisiana y contrapunteo filosófico-trasnochado, un entendimiento sin ortodoncia que nos haría discutir poesía, biopolítica y los territorios movedizos del subsuelo, la inconformidad y la empatía.
[Blanca Haddad en “La Noche Boca Arriba”. Foto: Roraima Ochoa]
Apenas se pudo dormir esa noche y su mañana, porque el 29 se celebraba la octavita de Carnaval en La Pastora, con una comparsa creada por Julio Loaiza con la colaboración de bailarines y músicos y la indispensable participación de los asistentes, que tuvo su epicentro en la Macolla Creativa y se sintió hasta la plaza La Pastora, sacudiendo las bases de la iglesia, frente a la cual dos comparsas distintas se fundieron un rato en una sola bulla.
El carnaval había llegado sin restricciones en el calendario, y muchos nos quedamos imbuidos de ganas de recomponer la realidad a partir de una experiencia que no pude sino relacionar con lo genuinamente carnavalesco, casi como lo describiera el pensador ruso Mijail Bajtin (1985-1975) en “Rabelais y su mundo”.
[Julio Loaiza haciendo arreglos a una de sus máscaras. Foto: Macolla Creativa.]
29F: LA COMPARSA DE APARECIDOS
En su primera acción pública desde su regreso de su residencia artística en España, Julio Loaiza convocó a los asiduos macolleros a acompañarle a él y al conjunto de doce bailarines que marcharían al ritmo de la música del Grupo Herencia, en “Los Aparecidos” obra callejera que nos llevaría desde la esquina Zapatero hasta la plaza de La Pastora en un pasacalle en el que los personajes enmascarados concebidos por el artista se mezclarían con los asistentes, todos en alguna medida disfrazados o llevando atuendos festivos en una marea de “juegos y danzas” que envolvería todo lo que se cruzara en su camino.
“Un trío de Mujeres encarnan la alegría, la abundancia y la fertilidad, Las Gracias presiden acciones buenas, el reconocimiento de todo lo que el mundo puede ofrecer de agradable, dulce y atractivo. Representantes de la belleza, el Júbilo y la buena vida aparecen junto a cuatro sátiros que hacen de acompañantes, ellos juegan, corretean entre la gente para recordarnos que los defectos del rostro se modifican por las cualidades del espíritu. Seis Estrellas guiarán el recorrido festivo de esta octavita”, describió Loaiza en la convocatoria.
[Grupo Herencia al frente de la comparsa. Foto: Gustavo Lagarde.]
Sobre esa partitura, quienes atendimos al llamado de Julio vivimos una experiencia que superaría las expectativas de todas. Un carnaval auténtico, no sancionado por ninguna autoridad sino por el roce de los cuerpos y las individualidades entretejidas en una sola quimera ansiosa por devorar los dotes de ciudad de la Caracas que aun cansada no quiere dar signos de rendirse. Acostumbradas como estamos a la trivialización y la domesticación oficializante de las fiestas carnestolendas, esta comparsa apasionante y viva nos dejó a todas encendidas, y yo particularmente no pude desde entonces dejar de resonar con la noción de aquellos feroces carnavales medievales cuyo último testigo y evangelista sería Francois Rabelais con su “Gargantúa y Pantagruel” y que, según su más famoso exégeta, Mijail Bajtin, no tendrían nunca más cabida después del Renacimiento.
[Foto: Gustavo Lagarde.]
Pero Bajtin no es del todo pesimista cuando afirma que el vínculo entre la fuerza primigenia que hace del carnaval un impulso incontenible y el mero asueto decretado por la autoridad de turno (sea secular o eclesiástica) se ha roto, asomando que hay períodos históricos inusuales en las que una crisis se presenta y todo aquello que asumíamos como cotidiano y que dábamos por sentado, los fundamentos que creíamos firmes e inquebrantables, para bien o para mal se ven desmoronados, dejando inservibles todas nuestras viejas herramientas para interpretar la realidad. La promesa implícita de Bajtin, quien fuera tan maltratado por la Revolución Rusa, es que estos momentos claman por el regreso del espíritu original y ancestral del carnaval, cuyo centro de poder es la risa generativa y creativa, que no solo es subversiva por naturaleza y desafía a todo poder terrenal, sino que es además capaz de imponerse por encima de la muerte, pues en su furor histórico es capaz de entender la vida y el transcurrir como algo que excede al individuo y le da acceso a la eternidad anónima y latiente, no la eternidad de las estatuas ecuestres y los mausoleos.
Es innegable que Venezuela ha estado envuelta en un momento así en su historia reciente, y Julio Loaiza, como tantos otros, lleva tiempo dedicando su creatividad, su visión estética y sus esfuerzos a levantar el espíritu de Caracas, comenzando por las inmediaciones de su centro de operaciones en La Pastora, que ha abierto a tantos de nosotros haciéndonos sentir como en casa, permitiéndonos aportar lo que tenemos para sacar el pecho y reírnos muy seriamente (con esa ambivalencia imposible de Rabelais) de aquellos que nos quieren paralizados y temerosos con su discurso y recursos de muerte.
[Foto: Gustavo Lagarde.]
La risa carnavalesca “construye su propio mundo en oposición al mundo oficial, su propia iglesia contra la iglesia oficial, su propio estado contra el estado oficial”. El carnaval no es esa fiesta anunciada en cadena nacional y ceñida a días no laborables, sino una suerte de cataclismo en el que nuevas relaciones, y nuevas dinámicas, así sea temporales, se establecen, anunciando la posibilidad de la era que comienza en el mismo movimiento en el que la era que pisamos muere.
La comparsa de Aparecidos fue el punto de ebullición de un camino trazado no solo por la obra plástica de Julio (“surge la máscara como posible rostro de una identidad alterada, una serie de fábulas esculpidas que se distancian de la calamidad de un país roto y vacío me obsesiona recrear, restaurar, habitar”) sino también por su labor como gestor cultural con el programa de residencias artísticas de la Macolla Creativa, cuyo último capítulo hasta la fecha constituye el segundo clímax de este texto delirante.
Los Aparecidos de Julio Loaiza, entre los cuales me colé, son fantasmas de carne y hueso, vivos fantasmas del presente, y su risa, nuestra risa desafiante y reparadora, hacen coro con los tradicionales espectros de La Pastora.
[Foto: Gustavo Lagarde.]
En enero de 2018, acompañé con mis textos la exposición de cierre de la residencia artística que realizaron Adriana Genel, Angyvir Padilla y Paula Mercado, y un texto en especial, titulado “Esquina Zapatero” recoge mis impresiones sobre nuestra historia ultraterrena. Tan extraño como me resulta, me cito a mí mismo a continuación, (y me disculpo):
“Toda ciudad parece un escupitajo organizado. Abordado y curado por escuadras de hormigas históricas, pre-históricas, proto-urbanas. Amos del valle que cuadriculan o se dejan cuadricular con entusiasmo. Bajo tus pasos se construirá la historia, alguna historia, que te absuelva de tu naturaleza pasajera, mortal. Las cloacas son recordatorio de nuestra condición, y se les esconde. El complejo de cesar resuena por igual en césares atrincherados bajo el cerro”.
“Los lugares con tanta historia siempre están llenos de supersticiones. Habitados también por los espectros que extraen ectoplasma de nuestros alientos”.
(…)
“Los minotauros del laberinto de Briceño Guerrero departen en ancestrales esquinas de Caracas, esas que todavía llevan nombre propio. Departen por horas cada madrugada, y vuelven sobre sus pasos frustrados por las calles y avenidas de la primera Santiago de León hacia sus embrujados lugares de reposo. Las ánimas parceladas en una Babel de parroquias de orgullosas e imprecisas fronteras. Santos lugares delimitados por la providencia de los césares, pero nombradas por, y por lo tanto en posesión de, esa abstracción que es la gente.”
[Luis “Toto” García lleva una de sus piezas encima. Foto: Gustavo Lagarde.]
En esa Pastora donde una vez solamente vi espantos y aparecidos, los nuevos Aparecidos en los que nos convirtió Julio Loaiza llegaron perfumados de tanto futuro, que queremos hoy creer que no hay peste que nos pueda extinguir. Que José Gregorio nos salve, también, de la soberbia.
6M: LA CASA DEL GUACHIMÁN
Ha querido el destino que a pocos metros de la Macolla Creativa, en la misma Avenida José Gregorio Hernández de la Pastora, estuviera ubicado otro punto neurálgico del underground caraqueño, ese templo del roce, del saber, del arte, la poesía y el cocuy conocido como La Casa del Guachimán, la fortaleza cultural de Adrián Arias Pomontty. Había tenido noticia de ese lugar apenas unas semanas antes de ser honrado con una invitación para uno de los encuentros celebrados en ese espacio de lo posible. A dos días de la exposición de cierre de la residencia artística de Blanca Haddad, el huracán, en la Macolla, aquel aquelarre del 6 de marzo contó con la presencia de Blanca y de Julio Loaiza.
La noche se inauguró con recitales de poesía acompañada de música improvisada que rayaba en el ruido, en la voz de Adrián, de Bolívar Pérez, Oswaldo Flores y otros que deberán perdonar a mi memoria emocional. En un largo pasillo junto a un jardín interno, las voces serpenteaban desde el fondo de esa casa de antaño, y llegaban enrarecidas a mis oídos.
[Adrián Arias Pomontty. Foto: Oswaldo Flores]
Después de aquel primer acto, vino el banquete, breve pero copioso, cuyo cénit fueron unos enrollados vietnamitas engendrados por Blanca Haddad, que diligentemente trajo las obleas de arroz bajo el brazo en su travesía desde Barcelona, España, hasta Caracas (su novia loca). Irregulares bultos de una membrana transparente, rellenos de todos los grupos alimenticios, parecidos a órganos adivinados bajo la piel de una criatura indefinible, que engullimos como tragavenados famélicas y nos sacaron lágrimas de gratitud y placer. (Daniela Reiter, creadora de Acciones Comestibles, me metió en la cabeza la imagen de un neonato enmantillado, para estimular mi apetito y hacerme tener siempre presente a Rabelais y lo que Bajtin definió como realismo grotesco).
El programa de aquella noche continuó con “Cuaternarios”, una acción de Carolina Jiménez que involucra al barro en una íntima relación con el cuerpo. En este performance, Carolina explora las cualidades matéricas y expresivas de la arcilla, desde su aspecto artesanal y posibilidades estéticas, cubriendo su rostro y cabeza de este material hasta la asfixia sin renunciar a la voz, al pneuma que recrea las formas y los vacíos de un cuenco de cerámica que hace su aparición en el segundo acto, parecido a la arquitectura de las termitas y constituido en máscara, yelmo coronado por un respiradero o tragaluz, y que la artista estrella contra el suelo como punto final de su discurso, con su cabeza adentro como la yema de un huevo, para dramático efecto.
Volvió entonces a obsequiarnos Blanca con sus poemas conversacionales, acompañada de su lira, ese fiel tecladito de juguete al que se las arregla para sacarle tanta expresividad, haciéndonos a veces reír con sus efectos sonoros prefabricados, hábilmente disparados por los dedos del huracán Haddad, cuya poderosa voz jamás teme reír.
Hablar con Blanca es una montaña rusa en la que a cada giro, a cada caída, se puede sentir el vértigo de la risa, la carcajada, brotando de las entrañas. Blanca suda el licor barato o caro sin distinción, y parece solo cansarse si no está haciendo nada. Blanca siempre tiene una respuesta, pero eso no se interpone en su talento para escucharte de verdad, a pesar de que las palabras y las ideas se agolpan en su boca como una horda de zombies para marcarte, inseminarte y nunca dejarte olvidarla. Blanca es pantagruélica y excesiva en su justa medida, si tal cosa es posible (es posible).
[Blanca Haddad. Foto: Pedro Marrero.]
Ni Blanca ni yo hemos podido recordar cuáles poemas pronunció esa noche además de ese retrato hablado que es “Farrah”:
“Farrah tenía una guitarra negra
con cuerdas tan tensas que parecían rayos,
ella la tocaba con sus manos tibias,
la bestia aplacada y el monstruo bailando.
Insomnio en la voz, fandanguito amargo,
los ojos plantados, la nota clavando
…y le salía del tórax un quejido profundo
que Farrah asfixiaba fumando y fumando…
gitaneo – limbo – errante – virada
…y le salía del tórax una voz tan genuina
que ella la premiaba tomando y tomando…
fina – copa – néctar – faringe – extasiada
El duende le besa sus piernas delgadas,
Farrah toca su arma con tierna mirada.
Es la dosis justa la que te estremece:
poesía – pura – salvaje – indigente
desnuda la noche, libera tus frentes
y siente el placer de ese acorde intenso
que te hace crecer,
texturas de sombras, la voz del rubor,
te quita esa culpa y alivia el ardor.
…y le sale del tórax un cante de vida
que eriza los pelos, que cose la herida…”
Poesía anatomizada, con ecos de Lorca, victoria sobre todo orden que pretenda encerrar los cuerpos y las almas en una solemnidad y una gravedad tercera. La palabra brota como una secreción serenada por la noche. Pensando en las formas en la que se manifiesta el espíritu del carnaval auténtico y transformador en la dimensión de la palabra ambivalente que ocupa todos los sentidos, traigo de nuevo a Bajtin que parece describir a Blanca cuando dice: “ofrece un aspecto del mundo, del ser humano y de sus relaciones completamente distinto, no oficial, extra-eclesiástico y extra-político”.
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Y no es que a Blanca no le duela y le toque la dura realidad del mundo, solo que quizás ha sabido conquistarla con una llama torácica determinada a vivir vorazmente.
Pero “vámonos de aquí”, dijo Starosta, y la noche se disolvió en un fundido a negro, en el sueño reparador de un carnaval que estira el cuerpo y las patas y bosteza con todas las fauces, negándose a ceder su hábitat al óxido y al hollín.
8M: EL HURACÁN BLANCA
Después de una semana de crecer a sus anchas como la maleza en ese vivero artístico que es la Macolla Creativa, Blanca Haddad levantó una exposición para compartir con el público los resultados de su residencia artística y le dio al conjunto el nombre desenfadado y coloquial “Ni chicha, ni limonada”, que tradujo como “una exploración sobre la dificultad de habitar espacios intermedios”.
[“Ni chicha, ni limonada”, por Blanca Haddad. Foto: Pedro Marrero.]
El cuerpo, el más sensible de los espacios intermedios, y su pasajera, la identidad, fueron las criaturas exhibidas, encarnadas en su tinta por avatares de Blanca, Blanca operando sobre su propia idea-sensación de sí, como una actriz bajo la crueldad de Antonin Artaud. El cuerpo el campo de batalla de las dualidades que se desgarran a mordidas y zarpazos y se descubren y confunden en su multiplicidad apolar.
“El cuerpo es un telón / Sí, esto que soy es un teatro / Mis miedos son tramoya / Me mueven el piso / No me castigues / Tú eres peor”, escribe Blanca, atravesando un autorretrato que la muestra como un disfraz de carne que sostiene, como Hamlet, una calavera desconcertada y negra, una funda que cubre a otra Blanca, invisible e inaudible. ¿Acaso basta con callar y no ser vista? Blanca se pregunta en otro arcano “¿Soy las palabras que no digo pero pienso?”
[“Pasajera en Tránsito”, por Blanca Haddad. Foto: Pedro Marrero.]
El cuerpo se atraviesa para saber y no dejarnos saber solo con la cabeza. “Me atraganto conmigo misma”, dice una Blanca de dos cabezas que confunde a la tragadora con la tragada (se turnan). “El sonido vibra en mi cuerpo líquido”, reconoce una Blanca que es barca, vela y mar, sin otra locomoción que el latido. “Un objeto llevado por una fuerza incontrolable, incalculable. Desear controlar todo, hacer planes, y sentirte llevado, ser objeto, no poder llevar tu propio barco”; la náusea de confundir el hacer y el acontecer.
[Dibujos de Blanca Haddad. Foto: Maroa Tarazona.]
Diversas son las maneras de prescindir de la veracidad. Distintas intenciones, des-intenciones y malas intenciones conducen a lo mismo; la pretendida realidad se pliega, se arruga. “Distorsiono / creo / invento / fantaseo,” escribe Blanca en su tarot, poema fragmentado, llave de mandala, poética escrita al margen como las fechorías de un monje medieval. Cuando Blanca pinta, las palabras la sitian como tábanos y terminan estrelladas sobre el soporte, prontas a descomponer y recomponer cuerpo, imagen, identidad, cuestionada toda integridad y estabilidad.
Si las festividades y máscaras de Julio Loaiza recrean el aspecto performático y ritual del carnaval tradicional, la obra de Blanca trae la imagen grotesca (aterrizada en el cuerpo, tal y como la concibe Bajtin) a la ecuación, y en la dimensión de la palabra provee la fértil condición de ambigüedad y ambivalencia que dan fe de la realidad colectiva y personal como una “metamorfosis inconclusa, entre la muerte y el nacimiento, el crecimiento y la transformación” (Bajtin).
[Dibujo de Blanca Haddad. Foto: Maroa Tarazona.]
Las pinturas monocromáticas, parlantes y expresionistas de Blanca Haddad mantuvieron sus conversaciones cruzadas en la sala de exposición de la Macolla, ese estómago de la bestia, mientras arriba en la terraza se celebraba el festín, las libaciones y el recital improvisado entre Blanca y Cybele Peña –Corales– en el que también invitaron a decir sus poesías a Anahís Monges y a Siul Rasse. Julio Loaiza, constituido en maestro de ceremonias, director de orquesta y velador de la salud pública, se movía atento entre los cuerpos y aderezaba la ensalada de gente que acalambraba los fundamentos de esa edificación que ha visto tantas cosas, en el que ha pernoctado un huracán.
La escuadra xerigráfica comandada por Paula Mercado estuvo estampando franelas sacrificiales con la gráfica “Fuerza Artista”, cortesía de Blanca, hasta que el cuerpo y la tinta aguantaron.
[Paula Mercado estampando la gráfica de Blanca Haddad. Foto: Leonor Sifontes.]
Entonces vino la noche negra, y con ella, cambiamos el manto de estrellas del techo de la Macolla por la calidez y el abrazo de La Camachera, un pequeño y acogedor restaurante a pocos pasos de la Esquina Zapatero, siempre en la Avenida José Gregorio Hernández, adonde nos desplazamos para continuar viviendo y soñando.
Como la realidad se teje más perfectamente que la ficción, aunque no siempre estemos ahí para contarlo, la gente de La Camachera ya había calentado los motores aquella tarde en la que tuvieron un Domingo Musical, y cuando se vino la parranda entera de la Macolla a desbordar las instalaciones, no tardaron demasiado en desvestir otra vez sus instrumentos para levantar en pleno ese karaoke acústico y latinoamericano que siguió.
Xavier Perri, hombre orquesta, se sabía en la guitarra todas las canciones que a la audiencia corista le dio por pedir, y algunos solistas como Julio Loaiza, Blanca Haddad y Marcela Lunar, sorprendieron con sus boleros y merengues, entre cervezas, tequeños y la multiplicación del pan canilla.
El huracán Blanca se había apoderado de todos nosotros para entonces, forjándonos en un solo gremio denso, sudado y afónico que vivía aquella noche como si no hubiera mañana. Caracas ardía como una supernova (un fenómeno de transformación) en La Camachera aquella noche.
[Zahira González, Xavier Perri, Sain-Ma Rada, Marcela Lunar, Blanca Haddad y Maroa Tarazona. Detrás de ella, Carlos Bruguera y, al frente, Santa. Foto: Leonor Sifontes.]
“Caracas es una novia loca,
a veces quieres escapar
pero la necesitas
para que te de mil besitos,
y te cuente sus historias
de risa y llanto.
¿Y qué puedes hacer?
sí estas enamorado de Caracas:
te jodiste
con amor.”
(Blanca Haddad)
12M: FRUTOS EXTRAÑOS
El carnaval no es sólo celebración, y más acá de las festividades y las mascaradas se esconde también una lucha (y mil más) de poder, entre todo aquello que busca vigilar y castigar y todo aquello que quiere vivir y ser plena, auténtica, inacabada y contradictoriamente.
“La visión de Bajtin del carnaval tiene una importancia mayor que cualquiera de sus aplicaciones en [disciplinas como los estudios folklóricos, la crítica literaria y la historia], pues su libro [sobre Rabelais] se trata realmente sobre la libertad, el coraje necesario para establecerla, la astucia para mantenerla, y, por encima de todo, sobre lo aterradoramente fácil que es perderla”, escribe el profesor Michael Holquist en el prólogo de “Rabelais y su Mundo” en 1984.
A esta búsqueda desafiante de “nuevas relaciones entre el cuerpo, el lenguaje y la práctica política” responde también la obra de teatro/danza “Frutos Extraños” concebida para la escena a partir de su poemario del mismo nombre por Indira Carpio en colaboración con Oriana Orozco y realizada por Bernardette Rodríguez, Sain-Ma Rada y Marcela Lunar, bajo la dirección de la última.
[Frutos Extraños. Foto: Gustavo Lagarde.]
“Frutos Extraños” desempolva y saca de sus escondites domésticos y cotidianos a la violencia que se cierne sobre la mujer y el miedo que le acompaña y se le inculca desde la crianza, y cómo este miedo ha pretendido forjar la identidad de género en el marco de la agresión inminente y permanente. Denuncia, entre otras cosas a una sociedad que dedica más esfuerzos en enseñar a las mujeres a cuidarse de la violencia que a señalar a quienes la ejercen como atributo y privilegio de una nociva y criminal virilidad.
Aunque no quepa la risa y hasta lleguen a incomodar los merecidos aplausos en esta coral, múltiple, poética, interpelante e irreverente puesta en escena, “Frutos Extraños” hace uso hábil del recurso del cuerpo grotesco (el cuerpo en su manifestación más material, en sus excrecencias, en sus protuberancias, en su condición animal) sobre el que teoriza Bajtin a lo largo del libro que nos ha acompañado en este periplo, para reclamar el cuerpo colectivo de la mujer como su órgano vital y no como sujeto a ser gestionado o eliminado (la gestión máxima) por las distintas y a veces tan sutiles formas de la violencia de género.
[Frutos Extraños. Foto: Gustavo Lagarde.]
Desde su mismo texto escénico, el cuerpo y su decir desafían los tabúes, las buenas maneras, el falso pudor, la civilidad, y cito:
“No voy a retenerme más, me orino, hiedo del culo hasta la garganta y sigo cayendo, estoy llena de mierda, huelo a bestia.”
Sin saberlo, la ocasión de la última función de “Frutos Extraños” el 12 de marzo de 2020 en el Espacio Plural del Trasnocho Cultural, sería para una buena parte de la manada carnavalesca que había estado olfateando Caracas al menos desde mediados de febrero también la ocasión de darse los últimos besos y abrazos. Ahí estaba Blanca Haddad con su madre y su hermana, ahí estaban Anahís Monges y Bolívar Pérez, ahí estaba Cybele Peña. Todas nos prometíamos vernos al día siguiente, encendidas, aunque ya empezábamos a no creérnoslo.
[El Batracio. Foto: Bernardette Rodríguez.]
Ese día, Nicolás Maduro agregaba oficialmente a las distintas emergencias nacionales la emergencia sanitaria. Se cancelaron todos los vuelos, se instauró la cuarentena. El día anterior, la Organización Mundial de la Salud reconocía al COVID-19 como una pandemia. Al día siguiente, viernes 13 de marzo, Donald Trump también decretaba emergencia en Estados Unidos, casi dos meses después de que se confirmara el primer contagio en ese país.
Blanca sigue en Caracas, hoy más parecida a Pompeya, con tantos gestos petrificados en su interrupción, con tan inhabitual silencio, con tantas almas y tantos cuerpos guardados en sus pajareras. Desde sus predios de adolescencia, la siempre elocuente Blanca continúa, en su estadía no programada, alzando la voz (a veces en un susurro) con sus diarios audiovisuales de la peculiar cuarentena que se vive en esta capital seca (también) de combustible.
Yo, que uso una silla de ruedas, profesional del aislamiento, morador de las montañas hatillanas y sin gasolina, no he salido del patio de mi edificio ni una vez desde hace 42 días. He dedicado esta cuaresma desencajada a escribir este texto.
De resto, y mientas cuente con electricidad e internet (vaya lujos), las Kardashians me siguen dando de comer. Qué dios me las guarde.