El Pintor de las nubes.
Antolina Martell
El pintor de nubes
Las líneas de expresión cruzaban su frente, al levantar las cejas subía el telón y aparecían sus brillantes ojos, quedaba expuesta su naturaleza pícara. Las mejillas subían especie de acordeón, cuyo fuelle eran sus versátiles labios. El plano de la nariz perfectamente alineada con la barbilla partida en dos, mostraba una expresión de ternura traviesa. Mi padre lo confirmó Cara-chata. Al acercarse el 6 de enero, se debía pintar la iglesia. La Junta Directiva organizada para celebrar las Fiestas Patronales de San Baltasar de Los Arias de Cumanacoa, le solicitaba tal empresa a este hombre predestinado. Él era capaz de hacerlo sin amarres, sus acrobacias a la altura de las nubes, daban inicio a las celebraciones desde los primeros días del año.Ese día desde temprano, la iglesia anuncia las festividades con repiques tañendo: “caña, café y anchoa dicen las campanas de Cumanacoa”. Llamado para una misa dedicada a los poderosos y probos del valle. Suena el órgano de viento, trajes nuevos, flores, cantos e incienso. Desde el sublime ambiente místico la cascada de campanillas anuncian el momento del petitorio ¡A Dios le lleguen nuestras oraciones! Seguido, una procesión derrama fervor por el pueblo. Culmina, con la entrada a la iglesia del Santo Patrono. Aclaro, la compra de San Baltasar fue solicitada en tiempos del padre Querol, pero quién llegó fue Melchor, un santo catire de ojazos verdes. Jamás se resolvió la usurpación, por no saberse exactamente donde se extravió.
Ahora, volvamos a la fiesta desplegada por todo el Municipio Montes.
Los músicos alertaban al pueblo ¡Ahí va Cara-chata! Con un largo traje de payaso para ocultar los zancos de 3 a 5 metros de altura, según sea la cantidad de ron ingerida. La gente recurría a los juegos y competencias según su interés. Peleas de gallos, carreras de sacos, darle al blanco, huevo en cuchara, romper las piñatas de taparas. Las comparsas de “la borriquita” y “la vaca”, entusiasmaban a las barriadas. El grupo musical “Los Quinales” y Julián Villafranca alardeaban con sus improvisaciones. “Los Carriceros” participan con hálitos nostálgicos alrededor de una fogata, celebran la luna de enero elevando sonidos con sus flautas de carrizo, hembra y macho, a modo de serena oración por sus antepasados. Lo mejor para el final. El concurso del “palo ensebado” bañado de melaza de papelón y aceite, los hábiles jóvenes subían al son de upas y mañas. Las apuestas crecían con Cara-chata, él siempre agarraba el pote de real colocado en lo alto. Finalmente, ingeniosas décimas ponzoñosas definían en “El Judas” al conocido político engañoso.
El pueblo amanecía pintado con papelillos.
Yo me reencontraba con mi niñez afortunada, cada vez que encontraba a aquel ser amoroso, que a mi solicitud silbaba imitando el canto de las aves, como polifonía emanada de los árboles frutales, como pájaro libre expresando su contentura. Un lugar seguro de dar con él eran las bodegas o el billar, allí era brindado por amenizar el rato. Sacaba del bolcillo una hoja de guayaba, la colocaba dentro de su boca para subir el tono de la chifla, y con las palmas alternaba ritmos de canciones solicitadas. Al amanecer su suerte, las estrellas y los aullidos de perros le hacían compañía hasta su casa.
Con todos sus años vividos, lo vi pasar como un junco tostado empujado por vientos sin rumbos, buscando medroso el reencuentro con las silentes bondades del valle; río y samán; cuentos, cantos y risas; qué pensará su sombra de aquel luminoso, arrojado y gozoso hombre reflejo del laberíntico mundo de un pueblo compartido con la neblina noctámbula desgastadora de las cálidas paredes estremeciendo olores originarios. En la mañana sube como copos rosas, naranjas, amarillas y envuelve generosa al manantial del río Manzanares.