El viaje con celular, sin señal / Por Roberto Mata

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Vengo de una familia sin dinero para viajar, ni cuando el famoso dólar a 4,30.

Muy pocos viajes por tierra, ninguno por avión y un crucero es una experiencia que sigo sin vivir.

Desde niño viajar fue una meta más importante que tener novia, sin embargo el primer viaje lo hice a los 18 años y tuve novia desde los 12.

Trabajé como fotógrafo a tiempo completo para el diario El Nacional y cuando tuve mis primeras vacaciones formales, crucé la calle a una agencia de viajes y pregunté “¿hasta dónde llego con esto?”, mostrando mi cheque por concepto de vacaciones. Minutos después, me respondieron “a Machu Picchu, Perú”.

Y me fui, viajé por primera vez en la vida. Lo hice solo en un avión de AeroPerú gris y rojo, que me llevó a Lima, la ciudad donde no llueve pero siempre te mojas.

También en ese viaje fumé por primera y única vez, en un intento fracasado de conquista a una brasileña, bonita.

Ninguna de estas imágenes son de ese viaje. De hecho, no sé dónde están pero las recuerdo, más con cariño que con respeto.

Quería ser fotógrafo del National Geographic e hice lo que un fotógrafo de 18 años cree que lo va a llevar a la gloria del marco amarillo.

La vida me ha permitido viajar y para algunos lo he hecho mucho, lo cual es un privilegio que no he dejado de agradecer. De forma increíble logré que viajar se convirtiese en un trabajo, incluso al punto de vivir de ello.

Mi fotografía de viajes cuando se hizo más seria, también se asumió cuadrada, rígida, contemplativa, estética, bonita quizás. Con una cámara costosa, pesada, película temerosa de los rayos X en los aeropuertos y ese aire de misterio, del que cree que hace algo que pocos saben hacer. Busqué elementos muy gráficos y visuales en lugares disímiles, aportando poco y rayando en lo clásico.

Entonces, convencido de querer cubrir mis necesidades visuales y expectativas de contenido, me fui acercando al individuo, al hombre.

Primero, a través de elementos que señalan su presencia de forma inequívoca: la silla vacía, el anuncio ingenuo, el poste curvo, el buzón amigable, Godzilla de viaje… un pequeño homenaje desde la distancia y la timidez. Hasta llegar literalmente a la figura humana, diminuta, distante, ayudando a la escala, a vernos solos, aislados.

México, Portugal, Francia, Barquisimeto, Nueva York, Mérida, Marruecos, Italia y muchos otros destinos ayudaron en esta misión.

Pero por suerte, existe el hastío, la frustración, el hueco donde podemos caer cuando la vida, con la que no sabemos lidiar, nos lanza. Y esas imágenes me fastidiaron, me aburrieron y me empezaron a dar una tristeza inmensa y estando en un lugar remoto, donde quizás alguno de ustedes hubiese querido estar, saqué la cámara, medí la luz con el conocimiento que da el haber visto el mismo sol durante muchos años, disparé dos cuadros y la guardé.

Es probable que no logre transmitir lo que para un fotógrafo significa guardar el equipo en un lugar donde el resto de los civiles lo considerarían por lo menos, un error. Pero no me permití volver a hacer las mismas fotos, de la misma manera, con la misma mirada que sólo busca confort. Una versión de mí mismo, una copia. Cargué ese pesado equipo durante 15 día sin dispararlo. Me castigué. Caí en el foso. Agradezco el foso.

Y entonces de tanto viajar, conocí Auschwitz, en Polonia, donde murió mucha gente, demasiada gente. Así como la costa del norte de Francia, Normandía, donde falleció un número muy importante de soldados de ambos bandos durante la Segunda Guerra Mundial. Sentí el silencio y la ausencia.

Me di cuenta de que a mí lo que me interesa es la gente, la que está viva y todavía me puede decir algo, que escuchar es una manera de fotografiar y que para escuchar debía bajar la cámara, dominar el ego y eliminar el aura de protección que significa ver a través de un visor. Ponerme a la altura del otro desde la cámara que hace llamadas, el celular, y desmontar la parafernalia del “yo fotógrafo”, “yo equipo”, “yo revelado”, “yo estrella”.

Sólo el viaje, el traslado como mecanismo para despertar los sentidos, los cinco. Un celular sin señal, ganas de escuchar, intención de escribir para acompañar el retrato de un individuo y sobre todo, genuino interés por el otro.

Un fotógrafo que ahora escucha, que no se considera artista y que viaja sin cámara. Un fotógrafo no creíble.

Me acerqué al individuo con o sin el idioma como puente en Vietnam o en La India, y reconocí que no necesito ir a lugares tan remotos para ese encuentro con el otro. Que viajo por el interés de a quién conozco, más que donde lo conozco.

Y comencé a aceptar, porque con la madurez viene la aceptación, que necesité y necesito escribir lo que escucho. Que como fotógrafo ahora dependo de la letra, que cuando retrato me autorretrato, que me siento incompleto al dejar la imagen huérfana y que hoy solo estoy mostrando fotos y por eso debo leer ésto, escrito. Que no he dejado de ser fotógrafo, ni que me resumo a un celular, pero que sí decidí reiniciarme desde la simpleza. Ver y escuchar. Reproducir.

La historia pequeña e insignificante en apariencia es la que me cautiva. La curiosidad la que marca el rumbo y su profundidad. El ojo comparte la presbicia con la seducción que genera el individuo poco acostumbrado a ser retratado.

Todo pasa en un viaje, ya importa poco dónde, pero el traslado agudiza la percepción. Mi trabajo ha perdido universalidad porque ya las imágenes no hablan por sí solas, ni valen mil palabras. Deben ser literalmente leídas después de vistas, en la mayoría de los casos en español.

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