Impromptu. Una ofrenda al movimiento – PARTE II – / Michael Contreras.

Impromptu. Una ofrenda al movimiento

-PARTE II-

por Michael Contreras

“Consagrar significa sacralizar en el sentido de que,
gracias a la erección de la obra, lo sagrado se abre como sagrado
y el dios es llamado a ocupar la apertura de su presencia”
Martin Heidegger, Caminos de bosque

En el primer movimiento de nuestro Impromptu, descubrimos la obra más viva y latente del repertorio BWV (Bach-Werke-Verzeichnis), a decir, las Variaciones de Goldberg. Variaciones que nuestro hierofante, Johann Sebastian Bach, bosqueja como la obra más compleja e infinita de todas.

Acentuamos aquí la idea de infinito, porque siendo un enigma, una paradoja, la obra de Bach se desdobla en el tiempo, desdibujando sus propios límites. Y son justamente esos límites los que intentamos desnudar, hallando un puente que acerque las orillas de lo divino y lo terrenal, del arriba y el abajo.

En esa búsqueda, la obra de arte se presenta entonces como ese puente que nos permite agradecer la propia condición de existencia: el movimiento. Pero, ¿cómo podemos estar tan seguros de que todo esto es posible?, ¿existe realmente lo divino?, ¿se devela su esencia en la idea de movimiento?, ¿podemos acercarnos a lo divino a través de la obra de arte? 

Si es cierto que lo sagrado se manifiesta como acontecimiento del misterio, la obra de arte nos muestra -en su capacidad simultánea para velar y desocultar-, aquello que el mismo movimiento apunta. Lo que nos acerca propiamente a lo divino. 

Un eco del apartado anterior podría ser aquí aceptado con total resignación, de no ser por nuestra insistencia en escudriñar su laberinto. Podríamos simplemente asentir y confiar en el “espíritu” que cita Bach en el título original de las Variaciones, que afirma ya desde su encabezado clínico, la existencia de la Divinidad asumida también por Gerry en su poema; pero sería injusto con nosotros asegurar de entrada sus posturas, sólo por la autoridad que ambos artistas representan.

De ahí nuestro primer nudo, nuestra primera encrucijada. ¿Cómo nombrar lo inefable?, ¿cómo decir el secreto sin desvanecerlo? La duda no resuelta quedará aún oscurecida por las mismas palabras que intentan dar luz a los enunciados. Es aquí donde Penélope se alza y tapiza el cielo, pues no podremos atravesar con palabras el acontecimiento del misterio. Así es como las paradojas de todos los estudios aplicados en la composición por el Santo músico, se trenzan con lo esotérico de la experiencia mística.

De este modo, entendemos que lo sagrado y lo divino han de permanecer en el misterio, y nuestros intentos por definir sus rasgos son completamente fútiles. Quizás lo que podríamos intentar en su lugar, es desentrañar qué cualidades de lo divino presenta la obra de Bach, que nos sirve como objeto de estudio.

Anteriormente mencionamos que la obra en cuestión es infinita, pues, como paradoja recurrente, no es cuantificable. Sin embargo, ¿cuál es nuestro sustento para asegurar tal cosa? Es conocida y reiterada la inclinación que Bach sentía por el juego de crear ‘algo como’ acertijos o adivinanzas a sus alumnos y colegas. Me refiero a ‘algo como’, para seguir los pasos que Aristóteles señala en su Poética, a propósito del término mimesis

Según el filósofo griego, la mímesis no es la concepción que tenemos del arte como mera copia, sino que ésta actúa como invocación al juego: Mimesis “no significa identificación, sino repetición a la manera infantil y lúdica del vamos a hacer como si”. Ese “como si” es precisamente la capacidad que tiene Bach de construir al igual que Kant, espacios enormes donde los hombres se miden, y que al hacerlo crean su medida en el espacio que les ha sido otorgado. Bach crea por ende, invitaciones al pensar, nos incita y provoca a producir, a crear continuaciones, caminos, senderos en un bosque abismal que se presenta ante nosotros. 

El más claro de todos los eventos lo tenemos cuando Bach visita la corte de Federico El Grande, Rey de Prusia, donde uno de sus hijos era el compositor encargado. La historia es sumamente interesante y está repleta de detalles hermosos. Pero lo importante radica en la obra que termina (o no) produciendo Bach para el nombrado rey. Aparece titulada como Musikalisches Opfer (Ofrenda Musical), y está basada en una melodía que el mismo Federico diera al músico en su día, denominada como ‘Tema Real’.

Nuestro hierofante improvisó gran parte de los cánones in situ para el monarca, pero fue meses después que el noble Federico recibió la obra completa. La carta donde se incluye la obra, contenía dos fugas, diez cánones y una sonata, escritas en sólo un par de meses. Lo que queremos utilizar como evidencia a nuestras palabras es la inscripción en la carta de Bach, donde reza la frase “Regis Iussu Cantio Et Reliqua Canonica Arte Resoluta”. Un mensaje cuyas siglas nos develan la palabra escondida: RICERCAR.

 Ricercar es el nombre que recibía previamente la fuga, pero también alude a su significado en latín, que traduce el verbo ‘buscar’. Así, la palabra que encripta su mensaje, junto al título de uno de los diez cánones, dan cuenta del carácter juguetón de Bach, que nos inspira a crear y a mantener lo sagrado a través de la ofrenda. 

El canon a dos voces se titula Quaerendo invenietis, que al igual que las Variaciones, ha sobrevivido al tiempo en su voz popular: “El que busca encuentra”. En este contexto, el término invenietis conserva sin embargo, toda la pureza de las viejas lenguas que se componen de pocas palabras, pues trata de exponer en su acorde todas las notas que por momentos se nos escapan. Razón por la cual, admitimos que encontrar aquí puede entenderse como inventar, crear, descubrir. Pero descubrir como lo hace un niño, que jugando con el instrumento, encuentra sus formas.

Otro de los atributos que nos brinda una pista clara, sobre la divinidad que refleja la obra de Bach, es su armonía; ya que los símbolos que utiliza están dispuestos de forma tal, que podríamos asegurar que buscaba constantemente (y encontraba) llamarse a sí mismo. Bach, en el eco del tiempo y las distancias, es decir, en el movimiento, se llama. Bach pronuncia su nombre aclamando recurrentemente su propia atención, invitándonos a sostener la idea de Heidegger sobre la obra de arte, en la que “la obra abre un mundo y lo mantiene en una reinante permanencia”²

El académico Douglas Hofstadter definirá este hecho con un término físico, el de la autoreferencia. Bach crea música que se refiere a sí misma infinitamente; es por ello que podemos tocar muchísimas de sus epístolas una y otra vez, sin detenernos, como en una suerte de ‘mantra eterno’ que torna sus composiciones en ritual.

Así, no solo asentamos la cualidad de infinitud y la de ser una ‘potencia’ siempre viva, en constante renovación, sino que el germen de la creación en sí, está también presente. Un tercero siempre presente, como ése que se esconde en la aparición de los otros dos. Un tercero que da la cualidad de artista al artista y define a la obra como obra, eso que Heidegger bautiza como arte. De ahí que la creación, sea imposible de desvincular al carácter eterno y su cualidad de potencia inagotable que se actualiza en el tiempo, la obra; porque “la obra, como obra, es en su esencia elaboradora”³.

Aun cuando las Variaciones han respondido nuestras preguntas con cualidades fundamentales que atañen a lo divino, es momento de detenernos. Pues es también Heidegger quien señala, nuestro error antaño de atropellar a la obra. Al concebirla, “como portadora de características, (…) impide la meditación sobre el ser de todo ente”. De modo tal que, “los conceptos dominantes de cosa nos cierran el camino hacia el carácter de cosa de la cosa, así como el carácter de utensilio del utensilio y sobre todo el carácter de obra de la obra”¼.

Todo este indagar en ella, esta especie de manoseo herético, ha hecho pues que la obra nos ofrezca su resistencia, brindándonos la sensación que expresa quizás, su aparente ‘pérdida de gracia’. Así, al intentar descubrirla por la fuerza, se nos escapa.

Bach nos ha llevado a un impasse, como guía en el misterio; nos ha hecho perdernos en el bosque. Si asumimos la obra como algo sagrado, no pensamos en ella; por el contrario, la abandonamos y ella nos abandona a nosotros, cual abismo que mira de vuelta al abismo. Si la perseguimos con ansias para probar su esencia divina -como el sátiro acosa a las ninfas-, entonces la obra se esconde, se resbala, se oculta entre los sonidos y las palabras.

Tal como apunta el camino místico del Zen, el lenguaje aquí no tiene más raison d’être, que la de llevarnos al mismo silencio. Al llegar a los bordes del lenguaje, un topos nuevo se nos devela, un espacio en el que lo inefable emerge casi por ex nihilo. Los cánones de Bach nos conducen rápidamente al límite de lo cuantificable, y ahí nos deja, suspendidos, en un espacio otro donde consagrados, adoptamos el cuerpo del movimiento… Bach es nuestro poeta de haikus y koans, que nos hace la pregunta sobre el sonido del silencio.



¹ Rosset, Clément. El lugar del Paraíso: Tres estudios. Barcelona: Anagrama, 2020. p.63. [Trad. Rubén Martín Giráldez].

²Heidegger, Martin. Caminos de bosque. Madrid: Alianza, 2010. p.31. [Trad. Helena Cortés y Arturo Leyte] [1ºed. 1950].

³ Ibídem. p.32.

¼ Ibídem. p.21.

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