“Un alma que no ha sido escrita es como si jamás hubiera existido.
Contra la fugacidad, la letra.
Contra la muerte, el relato”.
Tomás Eloy Martínez.
Al inicio del 2012 el foco de las noticias venezolanas estuvo puesto sobre imágenes de niños con rostros encapuchados en la comunidad del 23 de Enero, armados con AK-47 rusos que siguiendo la arremetedora afirmación del “venceremos” proclamaron ante los ojos del mundo que cueste lo que cueste la revolución tenía que prevalecer.
Cinco años después, en medio de una ostentosa producción, la televisión nacional –o eso que queda de ella- transmitió el ejercicio militar Zamora 200, un innecesario espectáculo que, lleno de tendencias circenses, mostró la poca gracia de grupos castrenses que tal pervertidos centinelas vigilan las esquinas, las colas y las reuniones, mientras observan el hambre, restringen el caminar e intimidan el ser. “Destruido el enemigo se le hace un llamado al pueblo en armas, ¡venga el pueblo! –recita con inerte cadencia un soldado bolivariano en la forzada cadena presidencial- Venid, venid con armas, venid sin dilación, es hora de venid a defender la patria, la patria, la patria”. Minutos después el mismo hablante insta a preservar la paz, pero una paz que aparece como vocablo repetido, vaciado, viciado, una paz relativa y condicionada por el poder.
“Tu paz es paz a toda costa. –recita Érika Ordosgoitti en su acción (2014)– Tu paz es “cálatela”. Tu paz es “te voy a violar”. Tu paz es “mala tuya si te robaron anoche” (…) Tu paz es pacto con el asesino. Tu paz es bomba lacrimógena dentro de mi casa, lacrimógena contra la cacerola”.
Paz a toda costa (2014). Érika Ordosgoitti
Teníamos que haberlo sabido todos: hace tiempo había iniciado una guerra.
Entre el ruido de noticias absurdas, declaraciones convertidas en chistes y toscos pasos de baile, se coló -y propagó- una batalla inevitable, que tras una serie de golpes a traición y tiros a la espalda no tardó en estallar a principios de Abril del 2017. “El arte siempre se adelanta”, afirma la curadora María Luz Cárdenas, mientras observamos su confirmación en la pieza audiovisual “Guerra a Muerte” (2010) de Iván Candeo, quien aprovecha un momento de euforia en la barra del Caracas Fútbol Club para introducir de manera desapercibida un mensaje tan contundente como aquél que en 1813 declaró Bolívar a sus adversarios: presenciábamos una lucha sin retorno.
El pasar de los años parece ampliar la posibilidad de lecturas y mensajes presentes en el video para crear nuevos cuestionamientos tras su análisis: ¿Quién gana en un partido en el que el tiempo es decisivo y los árbitros son corruptos? ¿“Nos han dominado más por la ignorancia que por la fuerza?” ¿Es el fanatismo el peor de todos los males?
Guerra a Muerte (2010) from Iván Candeo on Vimeo.
La inflexible creencia en una idea y su defensa a todo costo ha sido motivo de una gran cantidad de oscuros episodios de la historia universal, en la que líderes envilecidos han optado por exterminar a aquellos que se muestran disidentes ante su tiranía. El Marqués de Sade alguna vez dictó que “la espada es el arma de quien no tiene la razón”; sin embargo las dictaduras modernas se han encargado de transformar las espadas en fusiles, hasta el punto de afirmar que “el poder procede del cañón de un arma”, cincelando sus rostros en el imaginario colectivo internacional, y así convirtiéndose en motivo de la serie fotográfica de Arnaldo Utrera “Armas Caras” (2016), en la cual el autor reconstruye siluetas de personajes reconocidos históricamente como villanos a partir de la repetición del mismo elemento, en las que el odio, la venta de armas, el autoritarismo y la muerte se tornan una sola imagen.
La guerra se presenta como una necesidad constante para los gobernantes despóticos, quienes tras desarrollar conductas narcisistas y posteriormente paranoicas, se convencen de la existencia de un adversario invisible, elaboran delirantes teorías conspirativas y desarrollan (de manera “oculta”) un férreo temor a la antiquísima sentencia del “quien a hierro mata”…
Los dictadores temen, por ello se arman, pensándose invencibles.
Desde hace quince años Venezuela inició un proceso de adquisición de armamento que hoy lo lleva a ocupar el puesto número 18 entre los mayores compradores de instrumentos bélicos a nivel mundial (sin sumar los obtenidos por medios ilícitos), para dar un total de “13 a 29 millones de armas según data extraoficial”, reconoce el Observatorio Venezolano de Violencia.
Aunque “¡Plomo al hampa!” se volvió un lema del gobierno tras su exclamación en el año 2000 (por parte de un alcalde oficialista que poco atacó a la delincuencia), la criminalidad continúa en ascenso y posiciona al país como el segundo más peligroso del planeta, dando lugar a un territorio en el que la vida y la muerte parecen valer los bolívares que valga una bala. Basado en esto, la corrupción de una economía devaluada y la perversión de los principios que nos hacen “humanos” se funden en los círculos concéntricos de “Bolívares para cañón” (2015), la serie de collage digital en la que Jesús Briceño (alias #BolivArte) expone de manera contundente la relación innegable entre la violencia, el poder económico y el presupuesto nacional.
Por otra parte la inversión descomunal en “defensa” se convierte en ataque, al apuntar sin piedad sus armamentos hacia los ciudadanos indignados que hacen voz de su descontento con el gobierno de Nicolás Maduro, quien abandonó hace algún tiempo su condición “democrática” para convertirse en verdugo de la libertad, actuando a través de tropas armadas que reprimen y disparan más que gases y perdigones, una serie de elementos ilícitos en su uso como munición. Tras la repetida aparición de los mismos, Arlette Montilla inicia su serie “Cuerpo extraño” (2017), en la que recoge el testimonio de víctimas de la brutal represión policial-militar a través de la imagen intervenida de dichos cuerpos (metras, tornillos, tuercas, rolineras) retratados en tomografías y radiografías. Los cuerpos extraños presentan un comportamiento impredecible al penetrar la piel, pues dependen de factores externos que significarán la diferencia entre una herida, una marca o una muerte sumada a la amarga contabilidad de cifras que superan los 90 asesinatos (al 20/06/2017).
En una actualidad incesantemente saturada de contenidos y movimiento, la imagen se convierte en pieza fundamental para la asimilación de mensajes en los procesos desconocidos de nuestra mente y nuestra memoria, al cumplir la función de registro de un momento dado y de documento para su futuro estudio histórico. Roland Barthes explica en su Aventura Semiólogica que el mensaje en el hecho fotográfico se conforma a través de dos estructuras heterogéneas pero contiguas: una, en la que la sustancia está constituida por palabras (texto) y otra, compuesta por líneas, superficies y tonos (imagen). Haciendo de lado la segunda, Javier Tellez construye imágenes textuales que funcionan como archivo abierto para enumerar lo inconmensurable de una pérdida, un depósito “.jpg” de nombres que hasta hace un instante eran desconocidos para muchos, pero que hoy retumban como eco ensordecedor.
La imagen como vacío en la serie “Testigos” (2017) elabora un recuento de las víctimas fatales de la represión, manteniendo un blanco de fondo que enfatiza una denuncia clara y sentida ante los asesinatos de la dictadura; la obra convierte en testigos no presenciales a los intelectuales al servicio del régimen, pues la omisión también forma parte de la culpa. “¡Diles que no nos maten!” enuncian las imágenes de Tellez, en las que el tono, de súplica o demanda, forma parte de la percepción del lector.
Los homicidios y detenciones en las protestas nacionales del presente año acumulan un gran porcentaje de jóvenes, estudiantes y menores de edad, y es que se hace natural que la nueva generación sea más consciente de la posibilidad de la catástrofe “no porque sean más jóvenes sino porque ésta ha sido su primera experiencia decisiva en el mundo” en palabras de Hannah Arendt en Sobre la Violencia:
“Con lo que nos enfrentamos es con una generación que no está por ningún medio segura de poseer un futuro”, porque el futuro, es “como una enterrada bomba de relojería, que hace tic-tac en el presente”. Podríamos preguntarnos ¿quiénes son los de la nueva generación? Se siente la tentación de responder “los que oyen el tic-tac”; mientras surge otra pregunta paralela ¿quiénes son los que lo niegan profundamente? Pueden ser los que no saben, los que no conocen los hechos o los que se rehúsan a enfrentar la verdad…
Las luchas en Venezuela demuestran que la adversidad combatida desde la unión tiene mejores resultados; al notarlo, el fotógrafo Ricardo Arispe inicia su serie “Resilientes” (2017) en la que reúne a personajes y personalidades para retratarlos en su condición de personas, individuos que en medio del caos convertido en cotidianidad no olvidan su deber ciudadano y todo lo que ello implica. Los resilientes son autónomos, poseen identidad y dan testimonio de sus deseos más personales; a pesar de la particularidad su voluntad se unifica en la forma de una máscara, símbolo de resistencia que permite vislumbrar la necesidad colectiva de respirar aire limpio, de ver entre el humo y de superar los obstáculos de una oscura y contaminada contemporaneidad.
Nuestros ojos lloran ante la exposición a gases lacrimógenos y ante el dolor físico, pero también lloran por procesos que van más allá de explicaciones fisiológicas de las que ninguna máscara puede aislarnos: el sufrimiento de uno se ha convertido en el sufrimiento de todos, pues sabemos la vulnerabilidad de nuestro cuerpo ante la brutalidad de la violencia.
Por su parte, el cuerpo ha sido siempre un objeto de deseo para el poder, por ello es vulnerado, violado, y torturado… Pero existe otro cuerpo más allá de lo corpóreo denominado por Foucault como Cuerpo Utópico, masa inmaterial difícil (por no imposible) de quebrantar. Es este cuerpo el que puede y que quiere, el que no se calla ante una orden ilegal, injustificada e inhumana. Es este el cuerpo que sabe diferenciar entre la verdad y la mentira, que es crítico y es objetivo, que tiene memoria y conciencia, que recuerda las muertes y las injusticias, las trampas y los engaños, es un cuerpo que en lo inconmensurable se vuelve “concreto e indiviso” al prevalecer entre la carne o la alteridad sufriente, citando a Félix Suazo.
Con una mirada antropométrica Costanza De Rogatis observa este cuerpo desde la fotografía y la ambivalencia de ser comprendido como contenedor y contenido, habitable y habitante, construido y constructor. El cuerpo utópico y la convivencia con su antónimo tangible (el cuerpo humano) se vuelven el motivo de su serie “Aquí” (2017), en la que la artista experimenta y descubre “desde el mirar” las posibilidades infinitas de un territorio epidérmico, universo infinito de capas, manchas y texturas que cuentan a través del detalle de la piel que lo asombroso forma parte de nuestra realidad.
La utopía para Lewis Munford es simplemente otra forma de “llamar a lo irreal y lo imposible”, sin embargo son las utopías y su constante búsqueda las que hacen al mundo un lugar más tolerable. Los atenienses del siglo V a.C ya lo sabían, por ello desarrollaron una forma de convivencia que podría convertir la idealización de la armonía en un hecho posible: la democracia.
Los métodos modernizadores han transformado el concepto platónico del “gobierno de la multitud” manteniendo procesos de participación directa o indirecta que confieren legitimidad a sus representantes, como los actuales comicios electorales. Partiendo de este punto surge la serie Retratos Indelebles (2017), en la cual el artista y curador Alberto Asprino se encarga de capturar el producto físico de una manifestación utópica tan antigua como la misma Grecia, a través de las servilletas utilizadas para limpiar la tinta excedente con la que la voluntad de un cambio se impregna. En las fotografías de abstracta e infinita lectura, esta tinta azul violáceo se expande sobre la superficie blancuzca del papel para crear paisajes utópicos, cartografías tridimensionales y mapas de los deseos más profundos de los venezolanos que añoran épocas de convivencia y prosperidad.
La sociedad según Aristóteles fue definida como “un grupo de personas unidas por una decisión de vida común”, parece que nuestro presente se ha unido para reclamar su libertad, y definitivamente los dictadores temen a eso.
Hoy los escudos son muchos. De madera, de lata, de cartón; también de recuerdos, decisiones, temple, de unión, de imágenes, de mensajes, de esperanza. De calle, calle y más calle.
Es necesario continuar.
Referencias:
ARENDT, Hanna. Sobre la violencia. (1970)
BARTHES, Roland. La Aventura Semiológica. (1985)
FOUCAULT, Michael. El Cuerpo Utópico. (1966)
MUNFORD, Lewis. Historia de las utopías. (2013)
NAVA CONTRERAS, M. Del Concepto de Polis entre los antiguos griegos. (2009)