Redoble en pincel. El panorama del arte en la gesta independentista de Venezuela / Morela Cañas.

Redoble en pincel

El panorama del arte en la gesta independentista de Venezuela

[Algunos narradores cuentan las frases musicales de la Historia a partir de pinceladas. En honor a ellos, nosotros continuamos el gesto, con trazos que apuntan la siguiente partitura…]

Si advertimos que “el arte nunca es un reflejo mecánico de las condiciones positivas o negativas del mundo, sino más bien la ilusión exacerbada, el espejo hiperbólico de éstas”, entendemos pues que “en un mundo condenado a la indiferencia, lo único que puede hacer el arte es añadir a esa indiferencia, girar en torno al vacío de la imagen, del objeto que ya no es un objeto”¹. De ahí que, en el huracán de una Venezuela independentista, no hallemos otra cosa en el arte que el reflejo de ciudades devastadas por las guerras, y los escombros de un país que se deslastra de su memoria colonial, a favor de los aires libertarios que promulgan a gritos su ¡abajo, cadenas!

Fig.1. Arturo Michelena, Vuelvan caras, 1890.
Círculo Militar, Caracas

Juan Carlos Palenzuela, en el prólogo del libro Las formas y las visiones de Mariano Picón Salas, critica la monotonía encumbrada del grueso de historiadores venezolanos, que parecen únicamente interesados en la gesta libertadora; siendo este tópico reforzado por una idea individualista de relatar los hechos -en su mayoría de enfoque militar y político-, así como por el culto al héroe que mencionan otros autores. La frase del mismo Picón Salas así lo demuestra, cuando afirma que “tenemos tanta historia épica y tan poca historia social”². Pensamiento a todas luces esclarecedor en materia de arte, si bien, como dicta Palenzuela, “cuando el historiador deja el tema de la Independencia, es para abocarse a las guerras civiles, a las andanzas de generales alzados y al apunte de anécdotas de palacio”³; carentes de verdadera investigación, interpretación y sentido crítico de las fuentes.

Bajo esa tesitura acotamos, que siempre que intenta abordarse el estudio del arte venezolano antes y después del período de la Colonia, el lector se enfrenta a un problema de orden historiográfico que la mayoría de teóricos han instaurado con creces. Opinión que secundan algunos personajes de lucidez extraordinaria, entre quienes destaca la profesora Anna Gradowska, cuando alega que es difícil y arbitrario establecer una periodización ideológica y estilística, al observar que los mismos estilos, las formas y el impulso conceptual que germina tras ellas, no se manifiestan en el Viejo y el Nuevo mundo de la misma manera y con el mismo ritmo cronológico.

Si entendemos que no debe compararse el arte europeo en el “espejo” del arte latinoamericano, resulta evidente que países como Venezuela -antiguamente gobernados por la Corona española-, no desarrollaran un lenguaje propio en materia de arte, siendo este por ejemplo una Capitanía. Razón por la cual se deduce que su condición general, se desenvuelve bajo el repliegue de una cultura dominante que imponía no sólo un modo de vida y una religiosidad, sino también unas costumbres y una cultura que le eran ajenas en principio, para pasar luego a ser adoptadas con la mayor de las naturalezas.

A propósito de demostrar esta falta de correspondencia estilística entre Europa y América, Anna Gradowska expone ciertas reminiscencias que se dan como salvedad en algunos casos, que aun cuando se presentan en nuestro país de forma tardía, muestran algunas influencias de la hegemonía del arte oficial en naciones desarrolladas; como lo fue el caso del Arte Neoclásico y el Romanticismo, que trajeron también a América su influencia vaga durante los movimientos de Independencia. La idea de vanguardia, que desde entonces tiene tan alta valoración en Europa, afectó tremendamente a los artistas de América que veían en su obra un retraso cronológico y estilístico, al compararla con los modelos foráneos que deseaban imitar.

Los movimientos independentistas trajeron consigo entonces, como es evidente, un quiebre de la pintura colonial. El siglo XIX, que suele estudiarse bajo la consigna de período republicano, se deslastra del dogma religioso impuesto en las artes visuales de la Colonia, para adaptarse a los nuevos gustos que la emancipación trae. No obstante, una cosa no supedita a la otra, pues lo que traen las luchas políticas y sociales al arte concierne sólo al “cambio de la iconografía aceptada oficialmente”¼, como explica Calzadilla. Aun así, es innegable la aparición de géneros como el retrato civil y militar, y por otro lado, la pintura histórica, que se ensalzan a las nuevas ideologías desatadas a raíz de la Independencia. 

Fig.2. Juan Lovera, El 5 de julio de 1811, 1838.
Concejo Municipal, Caracas.

Si es cierto que no podemos apuntar una modificación de estructura en el seno del arte culto, podemos asegurar al menos, un cambio que surge en el aspecto temático del arte, que va en detrimento de las antiguas formas religiosas impuestas por el mundo católico español y se propaga bien entrado el siglo XIX. Sin embargo, y a pesar de ello, los artistas locales que se inspiran en los nuevos temas de corte liberal, continúan su formación en los talleres de imagineros; como es el caso de Juan Lovera (1776-1841), aprendiz insigne de la Escuela de los Landaeta, y en cuya obra observamos las reminiscencias formales, espaciales y simbólicas del siglo XVIII, aunadas al nuevo sentir patriótico que exalta la figura del prócer con un acento anacrónico y por momentos, de aparente aspecto neoclásico.

Por otro lado, la nostalgia por Europa, de la que también nos refiere Calzadilla, comienza a hacer eco en una sociedad caraqueña que vive enlazada con los influjos de las sociedades modernas, dentro de las que el artista local empieza a sentirse desplazado por su incapacidad reciente de representación. Atendiendo que la técnica que emplean en pintura no se corresponde con aquella que desarrollan otras naciones más civilizadas, y los maestros que estos adoptaban como modelos a seguir.

Situación anímica que se prolonga durante el siglo, hasta que la política de Antonio Guzmán Blanco (1829-1899), impuso no solo su régimen autoritario sino también su afán de progreso, financiando los estudios de muchos artistas en el extranjero, como sucedió con el destacado Martín Tovar y Tovar (1827-1902), quien fuera además amigo y contemporáneo del Ilustre Americano, y en cuyo arte apreciamos visos románticos, además de los muy patente academicistas.

Aunque el pintor continua lo que Lovera había dejado abierto en el campo yermo del género histórico en el país, no aparece en acción sino varias décadas después, para colocar definitivamente una línea divisoria en el arte del siglo XIX venezolano, que concluirán con éxito sus sucesores directos de más renombre: Antonio Herrera Toro, Arturo Michelena, Cristóbal Rojas y Tito Salas. Un arte que formará parte del periodo heroico de nuestra pintura -encabezado por la obra de Tovar y Tovar-, en el que se observan influencias obtenidas de las escuelas española y francesa, donde el artista consigue el ímpetu formal académico que ensalzan los lenguajes pictóricos de América al compás del gusto europeo; de cuyo cordón umbilical seguía nutriéndose la antigua Capitanía General de Venezuela, ahora República “independiente”, “libre”.

Fig.3. Martín Tovar y Tovar, Boceto para la Firma del Acta de Independencia, 1876-77.
Galería de Arte Nacional, Caracas.

Unas décadas más tarde en el país, nace sin embargo, la repetición idealizada del pasado independentista, a modo de reafirmar los valores patrios y de nación libre que podían flaquear en una nueva era de conflictos políticos, en la que se proponen instaurar los patrones de ciudadanía del mundo moderno. La pintura de gran formato y de corte histórico fue una osadía que se permitieron los pintores en el período guzmancista, luego de prestar sus servicios al arte religioso y de dimensiones modestas, como lo hizo espléndidamente Martín Tovar y Tovar en el despliegue monumental de su Firma del Acta de Independencia, por encargo del Gobierno a sazón de la Conmemoración al Centenario del Libertador Simón Bolívar en 1883, en el marco de la Exposición Nacional donde se mostraron también otras obras del mismo autor. Aspecto que demuestra el ímpetu progresista de la república afirmado por la escogencia de pintores que se avocaran a nuevas técnicas, aprendidas en el extranjero y financiadas por el dominio económico del Estado.

De todos estos sucesos da cuenta un texto realizado por las publicaciones de la Asamblea Nacional hace unos años, en la que sus autores se refieren a la “avalancha propagandística” como logro de la gestión del Ilustre Americano. Asimismo, comentan el propósito de instruir al público, a través de las obras, sobre el gusto aceptado que la nación adopta en aras de una política cultural guzmancista, afianzada por diversos textos de críticos y autores de la época que dan a conocer a los menos instruidos, la lectura correcta del cuadro, de estilo noble y elevado. “Por todas partes se posa plácida la mirada que escruta: tal es la magia del arte sobre la imaginación de los pueblos”½.

No obstante, debemos tomar en cuenta que, tal como pretendía el afán de modernización en las políticas de aquella provinciana América Latina, la pintura académica de la que hacían alarde, “presa de la literatura y el exotismo, cuando no de un naturalismo tan pueril como enfermizo, no hace más que halagar el gusto de la burguesía y los jurados”¾, sin procurar ninguna innovación real en el campo de las Bellas Artes.

Fig.4. Antonio Herrera Toro, Una gota de rocío, 1893.
Galería de Arte Nacional, Caracas.

Visión que entendemos hoy en día, a raíz de los procesos de vanguardia que emprendió en el alba del siglo XX, un cúmulo de pintores locales que se hizo llamar el Círculo de Bellas Artes; influidos por la impronta que dejaron a su paso, personajes de avanzada como el rumano Samys Mutzner, el ruso Nicolás Ferdinandov, y el venezolano Emilio Boggio, quien, a pesar de ser criollo, nada tiene que ver con el panorama general antes descrito. Su visita a la capital caraqueña, en el año 1919, y la visita previa de los artistas europeos, siembra en los más jóvenes una búsqueda nueva de color y forma, al estilo moderno, que incita irremediablemente y por fortuna, las primeras simientes de nuestra historia plástica.

Morela Cañas

Nota: El texto presente fue escrito en el año 2015, como una suerte de introducción a la Tesis de Grado de la autora, El color como ensoñación en la pintura de Emilio Boggio [Mención Honorífica y Mención Publicación, UCV 2016]. Investigación que no habría sido posible sin la ayuda de colaboradores como Nelson Garrido y la ONG, de cuya biblioteca se obtuvieron buena parte de las referencias literarias.


¹ Baudrillard, Jean. La ilusión y la desilusión estéticas. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana y Sala Mendoza, 1998. p.18. [Trad. Julieta Fombona].
² Picón Salas, Mariano. Las formas y las visiones. Caracas: Universidad Católica Andrés Bello, 2007. p.7.
³ Ibídem.
¼
Calzadilla, Juan. “La pintura durante el siglo XIX”, en: Compendio visual de las artes plásticas en Venezuela. Zamudio-Bilbao: Eléxpuru, 1982. p.24.
½ Arístides Rojas, 1884. Cit. en: VVAA. Restauración de la obra de arte Firma del Acta de Independencia de Martín y Tovar. Caracas: Patrimonio Cultural de la Asamblea Nacional de la República Bolivariana de Venezuela, 2012. p.35.
¾ Calzadilla, Juan. “Emilio Boggio”, en: VV.AA. Pintores venezolanos. Tomo I.  Caracas: Edimé, 1974, Vol. 1. p.116.

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