Reflexiones sobre las modas gastronómicas / Rubén Monasterios

Reflexiones sobre las  modas gastronómicas

Rubén Monasterios

REFLEXIONES SOBRE LAS MODAS GASTRONÓMICAS

Asociamos el vocablo “moda” a lo vestural, pero lo cierto es que se hace presente en todo; moda es un fenómeno cultural consistente en la  generalización temporal o transitoria de cierto comportamiento en una colectividad humana, y, desde luego, el quehacer gastronómico no está al margen del asunto. Se ponen de  moda las comidas, los procedimientos de confección, la forma de servirlas, los ambientes en los que se come…

 La segunda mitad del s. XX y los inicios del s. XXI,  con su marcada influencia del pensamiento hedónico y la prosperidad que experimentó la porción de la humanidad más favorecida,  fue una época de eclosión de  modas de tal naturaleza, súbitamente reprimidada por el annus horribilis 2020. Vale  la  pena darle un vistazo irónico a esos aconteceres que hicieron vibrar los sistemas digestivos de los gastrónomos vanguardistas y las cajas registradoras de los chef. 

Gastronomía para minimalistas

¡Gracias a Dios!, el furor por la nouvelle cuisine  ya es asunto histórico, y en la generalidad de los restaurantes las raciones han vuelto a ser honestamente generosas −como lo manda el buen comer−, en lugar de presentarse en forma de una  partícula de algún prótido aderezado con albahaca y otras finas hierbas, puesto en un plato enorme ornamentado con algunos detalles vegetales y algún trazo abstracto hecho con una salsa, por lo cual pagábamos sumas exorbitantes. Es una propuesta gastronómica que pareciera inspirada en el principio de la estética minimalista: cuanto menos, más; siendo el menos la comida, y el  más la cuenta; en efecto, el trasfondo de la moda fue pagar sustanciosamente por comer insustancialmente, y en tal sentido se convirtió en poderosa fuente de angustia de todo gourmand, quien al ordenar un platillo anticipaba (he aquí uno de los componentes de la pro ingesta) que su contenido apenas le llenaría una muela. El hecho es que tratándose de esta innovación de la segunda mitad del pasado siglo, para levantarse de la mesa más o menos satisfecho debía haber ingerido el comensal no menos de seis platillos y gastado una fortuna. 

La nouvelle cuisine es una idea que involucra innovaciones tanto la preparación como la presentación de los alimentos; en el primer aspecto, es una búsqueda de sabores originales logrados mediante  combinaciones simples, con las hierbas en un papel protagónico, que suplantan los barroquismos culinarios, propios, en particular, de la cocina francesa: cada vez más complicados hasta avanzado el s. XX; en el segundo –la presentación de los alimentos–, el cocinero asume el rol del artista plástico y en el plato crea una obra de arte; el plato –invariablemente enorme– es un espacio en el cual el alimento y sus aderezos son volúmenes, y las escasas y sofisticadas salsas regadas en torno a ellos con estudiado descuido, son  trazos  y manchas, todo lo cual forma  una composición  abstracta organizada de acuerdo al principio pivotal de la estética minimalista citado supra. En  restaurantes neoyorquinos y europeos se llegó al extremo de la frivolidad al contratar a pintores de moda para hacer el diseño de la presentación de los platillos del menú; naturalmente, los caprichosos adinerados seguidores de modas de todo el mundo se fruncieron ante la propuesta y no vacilaron en pagar el plus sin duda añadido a la cuenta por la participación del artista.

Todo esto será muy cool, muy snob o lo que el lector quiera, pero poco satisfactoria  para aquel que cuando quiere ver cuadros va a un museo, y cuando quiere comer, a un restaurante, y no al revés

Gastronomía para equilibristas

Pero las proposiciones gastronómicas no cesan. En casi todo el mundo, y podríamos decir que también a todo lo largo de la Historia, los alimentos se han presentado en forma horizontal; pero en nuestros días algún monosabio tuvo la inspiración  de innovar en este aspecto y creó  la incomodísima  comida vertical que hace desmayar al sifrinaje gastronómico –léase: esnobistas de la alimentación refinada– de todo el mundo. 

En beneficio de los ajenos a estas modas, digamos que la comida vertical consiste en poner los componentes de un platillo uno encima del otro, formando una columna; por ejemplo, el puré auyama en la base, los vegetales encima de este y un bistec de carne molida  –la parte carnica de una  hamburguesa– encima de todo lo demás, culminada la acumulación  con algún adorno, tanto mejor cuanto más espectacular; la persona puede optar por comer las cosas una por una, o por tratar de cortar el montículo de comida de arriba hacia abajo, con lo que lograra que se desmorone… volviéndose un masacote informe, del  todo horizontal. Además, comida vertical no se refiere tan sólo a la presentación, por regla general también involucra al contenido; obsérvese en el ejemplo usado como ilustración: platillo observado en un restaurante con ínfulas de exquisito de Petaluma, California. El bistec de carne molida  en el fondo no es otra cosa que una vulgar hamburguesa, en una cama de puré de auyama; comerla con las tradicionales papas fritas a la francesa seria una vulgaridad inaceptable  a la luz de la cocina postmoderna; además, con toda seguridad los componentes de ese platillo son orgánicos y fat free, de modo que es comida light.

Gastronomía para deconstructivistas 

Advirtamos que deconstrucción es un pensamiento, una corriente filosófica; la idea la expuso inicialmente Jacques Derrida en 1967; según Luis Yslas, consiste en “desmontar algo ya elaborado… para comprobar cómo está hecho, cómo se ensamblan y se articulan sus partes y cuáles son los estratos ocultos que lo constituyen” (¿alguna diferencia con el método analítico, conocido desde los tiempos de los griegos?) y tanto como el Psicoanálisis, el Marxismo o la Teoría de Sistemas, entre otras teorizaciones, puede aplicarse al estudio e interpretación de cualquier cosa: la historia, la cibernética, la literatura… y ahora, de una manera práctica, también a la cocina; deconstructivismo es, en consecuencia, otra innovación de reciente cuño concerniente a la preparación, presentación y servicio de los alimentos,  celebrada hasta con  estrellas de la guía Michelin. La comida deconstruida  −una proposiciónecléctica y minimalista”, al decir de Luis Yslas–  fue, al parecer,  inventada por un italiano hace más de treinta años y ha sido puesta de moda en la actualidad por un chef catalán; en ella una honesta tortilla de patatas cobra la apariencia (¡excítate!) de una torta de tres capas espumosas: una de espuma de papas, otra de espuma de huevos y una tercera de nieve de cebolla; el adefesio se sirve (¡frúncete!) en una copa transparente a propósito de que el comensal pueda apreciar los estratos; para ingerirla es necesario (¡desmáyate!) valerse de una tecnología especial, consistente en hundir la cucharilla hasta el fondo y comerla de abajo hacia arriba; y lo más importante no es comer: ¿cómo va a ser semejante vulgaridad?, sino (¡muérete!) gozar de sensaciones, texturas, aromas…

La citada y otras aún más inverosímiles transfiguraciones se logran gracias al uso de  instrumentos que más parecen propios del laboratorio de química que de la cocina, tales como sifones y máquinas centrífugas que “convierten lo sólido en espuma, lo líquido en aire, lo frío en caliente. Lo que antes era salado ahora puede ser dulce y viceversa”, de acuerdo a  una sucinta  descripción de esa tecnología debida a Liseth Boon.

A partir de esa y otras descripciones fidedignas de la culinaria aludida, diera la impresión de que la comida deconstruida fuera  algo así como comer al revés, por cuanto difícilmente  puedo entender en otro sentido eso de comer frío lo que es caliente, o dulce lo salado; además, sólo un esnobista extremoso de la gastronomía puede sentirse motivado  por semejante extravagancia; en lo que a mí concierne, si he de comer algo que por su propia naturaleza es dulce, lo quiero de ese sabor, y tratándose de tortilla de patatas a la española aspiro ver en mi mesa una cosa redonda y gruesa, homogéneamente dorada y olorosa,  consistente en lugar de espumante, con sus sustanciosos trozos de papa y cebolla intercalados abundantemente en la masa de huevos bien cocidos. Y servida en un plato llano, ¡joder!, no en una copa, que las copas son para el vino.

Gastronomía para nitrogenófilos

No obstante, cuando con lo anterior creíamos haberlo visto todo, aparece otra novedad en la misma línea. Un chef español, Dani García,   entusiasmado con la química –al fin y al cabo, dicha ciencia nunca ha estado muy distante de la culinaria–  se encierra en un laboratorio  para investigar sobre las aplicaciones gastronómicas  ¡del  nitrógeno líquido!  

Es toda una cocina para noveleros gastronómicos extremos, y, sinceramente, no nos sentimos capacitados para definir apropiadamente esta derivación de la llamada cocina  molecular, o “de pipeta y laboratorio”; me imagino que consiste en una aplicación de la tecnología química a la cocina, mediante la cual las cosas comestibles se transmutan en algo diferente a su naturaleza original, gracias a la acción del nitrógeno. Creo  suficiente para dar una idea  de qué se trata esta comida nitrogenada, la trascripción de algunos párrafos de  un artículo Jordi Soler, aparecido en Letras Libres de México, en el que el autor describe un par de menús  de su infortunada experiencia con dicha gastronomía:  

Mojito de pomelo y albahaca; lazo de remolacha con polvo de vinagre y  yogur; pétalos de manzana y flor de apio; macarrones de pórex; caviar de melón y una empanadilla transparente, de eucalipto y   grosella, cuyo desconcertante aspecto es el de una bolsa de plástico con una fruta adentro… 

El segundo corresponde a una cena:

El primer platillo fue un aire de zanahoria con coco amargo. A eso siguió un globo untado de esencia de flor de azahar que había que oler, a lo largo y a lo ancho, antes de que el camarero cortara la punta con  una tijerita y nos indicara que inhaláramos el aire que escapaba de adentro, que era también de azahar pero más intenso y que nos dejó listos para acceder al siguiente nivel, que  era una sopa de aceite con cítricos, aceituna verde y flor de azahar, esa florecilla modesta que en menos de tres minutos olimos, inhalamos y masticamos…

Es para cagarse, sino literalmente como efecto de la diarrea debida a  la ingestión de estos preparados nitrogenosos,al menos de la risa, por tanta ridiculez.

Por otra  parte, aludiendo al eterno vínculo del amor con la gastronomía, se hace evidente que el valor  afrodisíaco de esta variante gastronómica probablemente es nulo; porque ni la diarrea ni la risa van bien con el erotismo;  en efecto, un amante afectado por el malestar aludido no es nada estimulante; y la risa, por su parte, opera como una válvula que deja escapar la tensión erótica; especialmente  cuando la risa es la de ella a partir de ver que la dotación de su galán semeja un efluvio de azahar con pelos, vale decir, un chorizo deconstruído. 

Gastronomía para invidentes

Uno de los intentos más desconcertantes  –por decir algo– de imponer moda en el servo ingesta, o servicio de la comida, hizo su aparición en Berlín; la introdujo otro chef o gerente de restaurante iluminado que, paradójicamente, decidió utilizar la oscuridad como recurso de mercadeo; en efecto, consiste en el Blind Dinner o Dinner in the Dark, tal como es llamada por  comentaristas: Comida a oscuras, o a ciegas, por cuanto de eso exactamente se trata. 

El rito, como cualquier otro, tiene sus reglas. Ocurre dos veces al mes; al hacer la indispensable reservación, al comensal se le exige  puntualidad  para ocupar su mesa antes de  oscurecer el recinto; una vez en penumbras, debe decir en voz alta el número de su mesa si por alguna razón quiere levantarse; un mesonero lo tomará de la mano, lo llevará a donde necesite ir y lo volverá a su lugar. Las mesas están alineadas  formando pasillos entre ellas para facilitar el tránsito de los mesoneros, quienes se orientan gracias a minúsculos puntos luminosos rojos fijados en las patas de las sillas. El menú es secreto hasta el fin de la cena, que dura dos horas.

Un competidor del pionero, Udo Einenkel, introdujo la  modalidad de oscurecer el recinto después de permitir a los clientes leer la aparatosa carta, donde los nombres de los platillos son títulos de obras o versos de Schiller, Goethe, Heine, Novalis  y otros poetas; uno puede encontrarse con una entremés denominado Lyrisches Intermmezzo  y con una entrada titulada  Der Leiden des jungen Werther,  y con un postre que toma su nombre del movimiento estético Sturm und Drang, sin mayor explicación sobre su contenido; el capitán, de ser interrogado al respecto, se muestra esquivo, apela a generalidades. Otro, en el restaurante francés La  Rotonde, de Lyon, sigue la moda con la variante de tapar los ojos de los comensales mediante antifaces ciegos…

Comemos en la más absoluta oscuridad; a tientas localizamos los cubiertos, el plato, las copas; al  iniciarse la sesión el silencio es sepulcral; poco a poco, al entrar los comensales en confianza y al dejarse sentir el efecto relajador del vino, la gente empieza a hablar en voz alta, a reír, a comentar… Cada cierto tiempo se deja oír una pieza musical. Terminada la cena, en ralenti  vuelve la luz.

  La proposición Dinner in the Dark dispone de fundamento científico: se ha demostrado que la visualización de la comida puede llegar a influir en el gusto; la neuróloga de la U. de Yale, Dana M. Small, realizó el experimento de someter a un conjunto de catadores a la degustación de copas de vino de blanco, que habían sido coloreadas de rojo simulando al tinto; todos los expertos describieron el caldo con cualidades de un tinto; demuestra que la apariencia de un alimento cumple un papel determinante en la percepción del sabor. 

Desde mucho tiempo antes los amantes de la buena mesa estaban convencidos de que las comidas se degustan mejor, más intensamente, a partir del olfato y del gusto, que son los sentidos gastronómicos propiamente dichos; forma y color, perceptibles por la vista, son elementos de distracción; por otra parte, a oscuras la ingestión se vuelve un elegante test  para los conocedores, que  tienen la oportunidad de demostrar su capacidad de reconocer platillos y componentes de los mismos prácticamente a  ciegas (tanto como en las pruebas  de los catadores de vinos); de modo que un sibarita a quien se le ha servido un potaje de textura espesa con un sabor en el que se entremezclan el característico del ajo, con el del queso blanco y el del aceite de oliva, podrá  alardear de su sapiencia gastronómica mediante  un comentario como el siguiente: 

“!Ah, qué maravilla! Udo tiene un gran sentido del humor; sólo así se explica que sea capaz de ofrecer aquí, en pleno Berlín, un platillo de la culinaria folclórica colombiana de la región del Caribe llamado Mute de queso. Es una sopa espesa a base de ñame y queso; este lo ha  hecho con la variedad de esa raíz identificada por los botánicos como Discorea elata croquensis y tiene tres tipos de quesos blanco de cabra: uno muy seco, otro semiseco y el tercero joven, para contribuir a darle consistencia a la crema; por cierto, los animales de cuya leche hicieron esos quesos son  mestizas de cabra alpina y cabra larense. ¡Ah, si!… Lara es un lugar remoto de un país llamado Venezuela.  Pero me embarga una duda (falso: para no llevar la humillación de sus interlocutores al mayor extremo, simula vacilar respecto al punto): ¿El queso semiduro aludido, será de cabra o de oveja? ¡Tendré que preguntarle  a ese cochon de Udo! Sean benevolentes: entiendan que este no un platillo que se come frecuentemente. Eso sí, estoy absolutamente  seguro de que los ajos del condimento son griegos, y  le va muy bien el toque de aceite de oliva  portugués  de la casa  El Gallo   que Udo le ha puesto”.

Pero para la mayoría de los mortales, desprovistos de tan exquisita sensibilidad,  la Comida a oscuras  es juego de acertijos por el que pagamos fortunas por tratar de adivinar qué carajo estamos comiendo.

Gastronomía para ortoréxicos

¿Lo desconcierta la palabra? Es natural, por cuanto se trata de un neologismo; para facilitar la comprensión recordemos que orto es un prefijo proveniente del griego con el significado de correcto. Ortorexia es la última moda entre los fanáticos de la salud y consiste en nutrirse correctamente; los anoréxicos y bulímicos tienen problemas con la cantidad de alimentos que ingestan, los ortoréxicos los tienen con la calidad, y, desde luego, no faltan restorantistas ni chefs dispuestos a satisfacer su manía.  

Comer saludablemente es encomiable, pensará el lector, y nadie objeta ese punto; pero cuando se llega al extremo de preferir  pasar hambre de no tener la certidumbre de que los alimentos son orgánicos, hidropónicos, manipulados en forma absolutamente impoluta, nos aproximamos a algo muy parecido al síndrome obsesivo-compulsivo. Las preocupaciones de los dominados por la nueva ansiedad alimenticia se focalizan en asuntos como los siguientes: cuáles  comidas causan enfermedades, cuál es la cantidad adecuada en que debe comerse cada alimento; cuáles tienen, o no tienen, antioxidantes, cuáles promueven la longevidad cerebral; cuáles contienen demasiada grasa, o no contienen  lo suficiente de la grasa adecuada; cuáles perjudican el medio ambiente o son caldos de cultivo para microbios letales, etcétera. 

Aunque los fanáticos y promotores de las ortogastronomía insisten en sus efectos benéficos en  la sexualidad humana, lo cierto es que compartir una comida con una mujer ortoréxica pareciera ser lo  más anafrodisíaco omaginable, por cuanto ante cada proposición de la carta se formulará las interrogantes antes mencionadas. ¿Concibe usted algo más hastioso, cuando uno está interesado en hablar de esos temas que ponen la atmósfera azul en torno a la mesa? Además, respecto a esta proposición gastronómica apreciada en sus posibilidades afrodisíacas, viene a lugar recordar un axioma de la Teoría del Erotismo: la salubridad, la higiene, la antisepsia y la asepcia… son inquietudes de los cirujanos, no de los amantes.                                   

Gastronomía para miniaturistas

Con el cándido nombre de cocina en miniatura sus promotores identifican la novísima proposición gastronómica del comer reducido a bocadillos: el comensal prueba muchos platillos  presentados en su mínima expresión; según ellos,  este yantar permite hacer un recorrido gastronómico amplio y divertido, lleno de olores, sabores, texturas e imágenes distintas; una degustación de este tipo no descarta las sopas, aunque servidas en tragos. Los activistas de la cocina en miniatura presumen de presentar  “auténticas obras de arte culinarias, que despiertan todos los sentidos”; los más sinceros, no obstante, reconocen el parentesco de esta culinaria con las de sobra conocidas, vulgares y sabrosísimas tapas españolas; “son tapas, aunque más elaboradas”, acota uno de ellos; en efecto, el cocinero se esmera en presentar cada bocadillo de una manera sumamente original y atractiva, y en función de ese propósito se vale de recipientes de servir especiales, entre ellos, ¡los tubos de ensayo!; pero también insisten  en diferenciarlos de los pasapalos, de modo que una tenida de gastronomía miniaturista compuesta por unas veinte piezas es una comida completa; aunque, claro, nada impide valerse de los bocadillos en cuestión como pasapalos; en cuyo caso serían los pasapalos más costosos del mundo, porque una sesión de comida  miniatura cuesta al comensal novelero un ojo de la cara.

Sospechamos que bajo la apariencia graciosa de la cocina en miniatura, pareciera estar larvado el siniestro propósito de darle un aliento renovador a la  nouvelle cuisine; por cierto, coinciden en varios aspectos: en su adhesión a la filosofía del cuanto menos, más; en el énfasis puesto en la estética visual de las presentaciones y en que para lograr levantarse de la mesa plenamente satisfecho, el sufrido comensal debe transferir a la cuenta del restorantista una sustantiva parte de sus haberes; quizá la más relevante diferencia radique en que en esta tendencia no es imperativa la simplicidad en la preparación de los bocadillos: un pequeño tenedorazo de algo puede seguir siendo barroco.

Volviendo al punto del vínculo entre gastronomía y sexualidad, la  miniaturista tiene su encanto; claro, de ser su bastión económico personal es lo suficientemente sólido como para soportar el impacto de la formidable  cuenta que con todo candor le han de presentar; en efecto, no deja de ser deleitable eso de pasar  los enamorados tres o cuatro  horas deshojando la margarita en un rincón discreto del restaurante miniaturista, degustando bocadillo tras bocadillo, de vez en cuando llevando uno de ellos con la punta de los dedos hasta su boca, o recibiéndolo de ella, y probar en sus labios el resto de una salsa que ahí  quedó.

El Anhelo Apolíneo en la gastronomía

La presentación de los alimentos puede ser indiferente a cualquier preocupación estética, y exhibir la comida puesta de cualquier  modo en un recipiente, o, en sentido opuesto, estar animada por el Anhelo Apolíneo, o ansiedad de belleza.  No encuentro mayor diferencia entre un cuadro abstracto de Miró, pongamos por caso, y un platillo culinario tal como lo presentan los maestros de la nouvelle cuisine; en ambos casos se trata de llenar un espacio con volúmenes, colores, manchas, trazos…  dispuestos de acuerdo a cierto criterio estético. La presión del Anhelo Apolíneo ha llevado a chefs de alto coturno a contratar artistas plásticos famosos para diseñar la forma de presentación  de un platillo; como es comprensible, el comensal pagará el plus originado por la participación del pintor.

Sin embargo, no es necesario gastar notorias sumas de dinero en restaurantes de Nueva York  o París a propósito de disfrutar de tales excelencias; la intención estética se expresa  incluso en platillos tradicionales de algunos pueblos; tómese como ejemplo el pabellón con baranda venezolano, combinación deliciosa,  nutritiva y bella de cuatro alimentos diferentes presentados en un plato; y estos son los frijoles negros (que los venezolanos llamamos  caraotas negras, y en esta combinación deben ser espesas en lugar de acuosas), la carne esmechada de vacuno (puede ser seca o salsosa, dependiendo de la variante regional del platillo), el arroz blanco y el plátano frito en tajadas. Se emplatan  de diferentes formas, incluso siguiendo la moda de la comida vertical (véase imagen); en su presentación tradicional, formando segmentos triangulares con los tres primeros componentes, cada uno ocupando un tercio del plato; los vértices de dichos triágulos coinciden en el centro del mismo; esos  componentes van rodeados de tajadas de plátano maduro fritas, que constituyen la “baranda”; presentado de esa forma se ofrece a la vista del observador un juego de contrastes entre el negro diabólico de las caraotas, la blancura angélica de el arroz, el elegante color ambarino de la carne esmechada y el glorioso dorado de los plátanos que enmarcan lo anterior; sobre el arroz a veces se deja ver el trazo rojo intenso de un trozo pimentón: las cocineras delicadas hacen una rosa roja de pimentón que colocan en medio del plato. 

Pabellón Criollo - Receta Venezolana Auténtica | 196 flavors
Pabellón criollo venezolano. Nuestra bandera hecha sabor | by Elio Scanu |  Medium

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