Las sociedades y los sujetos intervenidos pierden soberanía, ven disminuida su libertad. Intervenir significa examinar, controlar, censurar, espiar, fiscalizar e interponerse con autoridad. Estas acepciones están referidas a modos de ejercer el poder, a la manera que una voluntad dominante tiene para penetrar en un espacio delimitado y actuar con autoridad o autoritarismo. Sin embargo, intervenir también significa tomar parte en un asunto: interceder o mediar entre quienes pelean. Como verbo intransitivo equivale a ocurrir, acontecer.
La intervención tiene una complejidad particular pues apela a diversas acciones con propósitos desiguales. Unos alimentan el entendimiento entre los seres humanos, otros promueven la coerción y la violencia. Aún así, las diferentes alternativas, no importa su finalidad, están relacionadas con una ubicación y un acontecimiento: estar entre (inter) y transformar lo dado.
La obra de Ricardo Arispe, llamada Intervenidos, no escapa de este fenómeno. Para sopesar semejante complejidad en su trabajo es necesario adentrarse en él a través de dos vías. La primera, cruza los dilemas de las sociedades contemporáneas y conecta con los efectos particulares de la crisis venezolana. La segunda, recorre los problemas de la fotografía y el arte del siglo veintiuno y llega hasta los confines fantasmales de la postfotografía. No se trata de trayectos paralelos, tampoco de alternativas. Ambas vías integran el mismo laberinto: el modo de vida en la cuarta revolución industrial. Son parte de una operación cultural intrincada cuya misión es provocar y no exponer una obra definitiva. Algo inherente a las rutinas nómadas del momento, a una condición de existencia donde ―en palabras de Guillermo Sucre― “la realidad en que participamos reside en la mirada, en el lenguaje. El verdadero realismo, o quizá el único posible, es el de la imaginación”.
Intervenidos es una metáfora de las difíciles relaciones del ciudadano contemporáneo con la abundancia de información y las estrategias del poder. Su simbología ―desplegada en una estructura expositiva no convencional en el Centro Cultural de la Universidad Católica Andrés Bello y en un espacio convencional transgredido en el MACZUL―, se refiere a la convivencia de los grandes datos con la escasez de recursos en el tercer mundo, a la opacidad de las organizaciones públicas y privadas con respecto a la transparencia de la vida íntima en las redes sociales, a la ilimitada producción de mensajes desde los centros de poder y la censura impuesta a los disidentes, a la pretensión de las ideologías por mantenerse inmunes y a la fragilidad del cuerpo humano cuando su integridad es violada por las tácticas de los sistemas dominantes. Temas también presentes en La última guarimba, #Somos #Resilentes, reInvolución y #ElHombreNuevo entre otros.
El trabajo de Arispe es un discurso sobre la ambigüedad de la información y los desechos tóxicos generados por las ideologías. También sobre la inconsistencia de la identidad individual y colectiva de nuestro tiempo. Por eso, las contradicciones sociales, políticas y estéticas que aborda no son superadas en las imágenes. No obstante, en su interior los conflictos tienden a desbordarse y a estimular conceptos cuya solidez es sospechosa justo porque están en boga: postverdad, avatar y millenials entre otros.
El asunto en Intervenidos no es solo la contradicción entre fuerzas opresoras y libertarias sino la fragilidad de los límites personales y sociales. Asimismo, no es una disertación sobre los linderos de la representación entre lo “instalativo” y la fotografía. Lo fotográfico en el trabajo de Arispe no tiene un espacio demarcado: es todo el espacio en su conjunto. Cualquier intento por demarcar sería una falacia: una tentativa desesperada por generar categorías capaces de diferenciar productos de por sí indefinibles hoy. ¿Dónde está la fotografía? ¿Dónde está el arte “instalativo”? ¿Dónde está la realidad referida? Cada una de estas preguntas queda derogada en la experiencia del espectador. La obra declara algo que Joan Fontcuberta ha afirmado de manera tajante en sus escritos: “Vivimos en un mundo de imágenes que preceden a la realidad”.
Los cuerpos dóciles en el laberinto
En Intervenidos el cuerpo es un territorio vulnerado e intoxicado por la polución de la vida contemporánea. No es un organismo enfermo sino un síntoma de las enfermedades de la sociedad postindustrial. Su identidad es la del avatar: por eso lo encontramos sintetizado en los maniquíes. El artilugio preferido del cuerpo es la máscara: un rostro imposible, artificial, reemplazable y a la vez necesario para subsistir los embates de la cotidianidad.
Las máscaras son, en realidad, artefactos o tecnologías mediadoras. Se ubican entre (inter) la interioridad de los seres humanos y las contingencias de la vida. No pueden apreciarse como objetos arquetipales, sagrados o mágicos. Se trata de simulacros visuales. Códigos estrafalarios ―errores, desechos y desperdicios de ciudad― que operan como contraseñas: claves indispensables para el intercambio de datos entre el sujeto y el mundo. Funcionan a manera de passwords que permiten integrar la confusión de la gente a la confusión de las ciudades. Las máscaras están hechas, como todo código ofuscado, de fragmentos extraídos de materiales ordinarios e integrados de modo insólito: maculaturas, cintas de seguridad y láminas de zing entre otros.
Las máscaras-código propician una poética marginal del tiempo y el espacio urbano. En ellas hay trazos de materiales extraídos de calles y avenidas, memorias de vidas comunes, leyes e indicios de la presencia de los medios de comunicación. No protegen ni conectan a sus usuarios con lo transcendental a diferencia de los objetos sagrados. Su cometido es brutal: adosan las variables del caos global-local al rostro de unos seres híbridos, inconclusos, inseguros. La máscara viste al maniquí: modelo cliché del cuerpo humano de este siglo. También a los bustos de los héroes y las imágenes de los santos
Arispe apela a la fragilidad del cuerpo y a la identidad posthumana en su trabajo. Por eso, todo está desmembrado en el espacio y, a la vez, integrado simbólicamente en el artificio de la máscara-contraseña. Las lecturas, tal como las identidades, son provisionales. Y aunque el universo visual de la instalación está intervenido por leyes e informaciones cotidianas, no hay conceptos establecidos, soluciones políticas o límites visuales concretos. La sensibilidad imperante es la confusión. Tal como ocurre con los medios y las redes, nada calla, no hay sistemas permanentes y ningún discurso domina al otro. El territorio imperante, donde todas las intervenciones dominan, bien se trate de violación, espionaje, diálogo o mediación es el desconcierto.
En Intervenidos pueden asomarse temáticas y problemas concretos: contaminación, diabetes y escasez de medicamentos, pobreza, represión política, censura, resiliencia y activismo. También nombres de cómplices citados en la obra: José Vívenes, Juan Diego Pérez, Pancho Acuña, Jesús Briceño, Carolina Afonso, Max Provenzano, Cesibel Navas, Ana Mosquera, Victoria Arispe y Elvira Prieto. Sin embargo, las temáticas, los problemas y las personas están asediados por la volatilidad de la información: intervenidos por la confusión semiótica de nuestra vida tóxica.
Arispe en Intervenidos no ha hecho un panfleto, un catálogo, un manifiesto o lanzando una denuncia. Su propósito está relacionado a la necesidad de mostrar, dejar aparecer: intervenir como acontecer. Por eso la obra es una operación cultural: una experiencia de la experiencia de Ricardo Arispe por el mundo. La función de las imágenes, en su laberinto-muestra, es activar el performance de la sociedad del instante: la nuestra, la de todos quienes no podemos arrancarnos las máscaras que este siglo nos condenó a usar.