Daniel Dannery
The Nest of the Cuckoo Birds (1965).
Una nota crítica.
Lo fascinante de “The nest of the cuckoo birds” (1965) es su historia: Una película pérdida por más de 40 años. La única película de su director, también editor, también guionista… y por qué no… también su actor: Bert Williams. Actor secundario que pueden ver a la orden de películas tan disímiles como “Cobra” y “Sospechosos Habituales”.
“The nest of the cuckoo birds” fue encontrada en un teatro, un coleccionista la tenía por ahí guardando polvo, y el bueno de Nicolas Winding Refn (ese que algunos aman y odian a partes iguales), aportó su grano de arena al restaurarla, digitalizarla, subtitularla a cinco idiomas distintos y montarla en su plataforma digital de cine raro y perdido encontrado, donde ahora se puede ver junto a otro puñado de películas de la misma categoría, al alcance de todos de manera gratuita, abierta, democrática y plural:
La película tiene mucho para ser comentada, puede ser fácilmente asociada a varios otros filmes con estilo similar (pero resultados distintos): “Repulsión” de Polanski, que coincide en su año de estreno, “Psicosis” de Hitchcock, que la antecede a cinco de distancia, y su carácter de slasher tímido, que la hace guardar relación, así como paralelismos con “The Texas Chainsaw Massacre” (Tobe Hooper, 1974) y algo en su estética blanco y negro, expresionista, artesanal, que me hacen pensar inmediatamente en “The night of the living dead” (George Romero, 1968), pues las lampars que iluminan las escenas se mueven a pulso.
La trama, es un absurdo de proporciones mágicas: Una mujer enmascarada y desnuda, recorre los lagos de California en las noches de luna llena buscando presas masculinas para pasarlas por la quilla. Un agente de control de licor involuntario (el propio Bert Williams) intentado apresar a unos contrabandistas se topa en su camino con la posada: “Cuckoo Bird Inn”, una sutileza de nombre maravillosa que podrá servir de metáfora a los menos atentos. El hotelito en cuestión, está dirigido por una excéntrica corista (que parece sacada de una novela de Stephen King, pues se la pasa dando discursos apocalípticos religiosos), que a su vez mantiene en el ático, encerrada, a su hija; prisionera aferrada a una posible libertad que se ve coartada, por una cadena, seguramente confeccionada en el estado de Mississippi, y que a lo largo de toda la película nos hacen creer que es la cucú de turno, bloqueada a un candado aferrado a un bloque de cemento junto a la cama, como si de “Flores en el ático” se tratase. Madre e hija, tienen una bonita relación, cuando la niña exige un poco de libertad, la madre le da amor a punta de latigazos y azotes. Esta morada de dios, también está al resguardo de su cuidador, que es tanto plomero, carpintero, electricista como taxidermista, y porta una barba falsa bastante ridícula.
Estamos ante cine B o Z, del bueno, 165mil$ costó en su momento (que no era moco de pavo). Varias cosas hay que pueden salvarle la función y abrirle las ganas de visionado a un espectador ávido de un momento diferente: El uso de la música, la composición del tema del mismo nombre por parte de la también actriz Peggy Williams, que desgrana sus instrumentos, para convertirlos en referencias o leiv motive en los momentos más álgidos de la película. A Bert Williams se le nota el amor en su historia, y usa melodías románticas y percusiones, en medio de la depravación.
Su montaje, frenético como pocos, algo de encantador tienen las escenas en que nuestra dama desnuda del cuchillo ataca, Williams, compone el montaje, a través de la fragmentación del cuerpo, uniendo planos desenfocados con movimientos acelerados, en situaciones casi estáticas, de alguna forma intentando remitir al momento de la ducha en “Psicosis”. Como está hecho con tal artesanía e histeria, y menos control y perfección, que en la del gordito sádico, las escenas de los ataques terminan por lucir como fotografías que se van superponiendo. De igual forma, apela al uso de algunas imágenes de archivo que funcionan como respaldos a secuencias y que tienen un tratamiento del grano distinto, bien sea por la transferencia del material, o por el origen mismo de la imagen: truenos, rayos y centellas que parecen sacadas de películas de cine mudo.
La puesta en escena es un tanto tosca, así como su actuaciones, Williams demuestra que no es un genio detrás de la cámara, pero sí un artesano intuitivo, a veces peca por dejar demasiado tiempo la cámara frente a sus actores, lo que promueve una dinámica actoral plana y frontal, incluso hasta algo teatral.
Comentario aparte merece lo que verán en la imagen que acompaña esta nota: las máscaras. Tanto la máscara de nuestra lunática, como todo aquello que está realizado para darnos ese carácter extraño y tormentoso, tienen un no sé qué, que enamora y le brindan carácter y personalidad, a una película que no es una pequeña joya, ni una obra maestra, ni un filme de culto… pero sí un cuento tan original, como creativo, que merece le echen el ojo, así sea por matar el tiempo.